viernes, 12 de diciembre de 2008

Don Lunfardo y el Señor Otario - Paracaidistas en franco retroceso


Vivir hasta matarnos



Algo nos sigue. La persecuta de que el espejo devuelva una imagen siniestra, o que una proyección macabra desfigure lo que vemos. Que el reflejo, lo que está en frente, perceptible como un holograma perverso, nos devele que somos nuestros propios asesinos y que huir de esa realidad sólo significa perderse en mares de asfalto, ahogados en cicuta, náufragos de ese veneno producido por el terror de la vida.
Esa agonía de hoy, es el existencialismo de siempre. Es la misma paranoia borgeana, de "Ji, ji,ji" o de la Náusea de Sartre. Todas metrallas que estallan en nuestra sien, como verdades mortales que no podemos evitar, como caracoles fugaces. Así se plantea, barroco y entrelineado, el mensaje del último trabajo de Don Lunfardo y el Señor Otario.
El conjunto, con casi una década de vida, se muestra maduro y ambicioso en "Paracaidistas..." su tercer álbum, el cual viene a marcar un crecimiento musical y conceptual con sus antecesores, como un guión roto adrede.
El disco trasmite un desasosiego hacia la humanidad, ese sentimiento aplastante que abarca desde la ira más repulsiva a la pesadumbre más engorrosa. En este plano, las letras merodean entre lo explicito y combativo -¿Cuando los negros despierten quien te abrigará ese bonito culo?// Gobernar es el delito- hasta esa peculiar mezcla de lo criptico y ricotero -Nadie sabe a quien comer, carnaval canibal// ¿De qué me hablabas cuando hablabas de amor? grita una tele encendida/Niños al spiedo, polaroid de Longchamps// Frente a ti mismo hay un asesino, frente a ese espejo ¿cuál de los dos serás vos?¿cuál de los dos seré yo?-, demostrando metáforas logradas.
Así, "Paracaidistas..." se convierte en un popurrí cuasi-misántropo donde las composiciones líricas juegan con sonidos futuristas floydianos, con guitarras crudas y con el sampler Todopoderoso, el cual armoniza con efectos estenopeicos las composiciones lunfardas -hasta hay lugar para inmiscuir a Beethoven-
En fin, un disco innovador, conciso y con un aterrizaje asegurado después del salto al vacío con paracaidas a cuestas.




domingo, 7 de diciembre de 2008

Idas y Vueltas


De la nada surgiste, caprichosa, por el andanivel de mis días.
Increpando al destiempo los minutos que no fueron,
perpetuando en mis letras un
prólogo a medio empezar.

Y así, fugaz y hermosa, te vi
partir.

Huyendo, sin escrúpulos, del
arrabal de mis brazos y
sorteando, con risas, los desvaríos de nuestro
amanecer.

Y así, etérea y mía, te vi
llegar.

Regresando, inquieta, de donde

nunca te habías ido
.

viernes, 21 de noviembre de 2008

En cuatro palabras


Llueve. Todo resulta más complicado cuando llueve. El asfalto quedó cuadras atrás, cómo si fuera el límite –imaginario o no- que separa dos realidades distintas. En días como este, las calles del barrio se vuelven pantanos donde cada pisada le cuesta el doble, donde el barro le envuelve el pie como si tuviera la intención de maniatarlo. Salir con el carro entonces sería una epopeya. Esa calle de tierra que ayer parecía inconmovible ahora lo traiciona, a él que depende de ese suelo para salir a cartonear. Si llueve no puede laburar, si no labura no come. Tan simple y cruel como eso. Jorge entonces especula -con la sabiduría que solo brinda la necesidad- que hoy pasará el día a mate amargo. Ya lo ha hecho tantas veces que duele escuchar que lo diga con tanta naturalidad. Con suerte el almacenero le regale una bolsa de pan como alguna que otra vez, pero mendigar no esta en sus planes. Para nada. Si labura desde que era pibe, cuando tuvo que dejar la escuela para darle una mano a su viejo. Desde entonces rara vez volvió a tener contacto con esos símbolos que son letras y que después forman palabras y que después oraciones, y que después…si no labura, no come.

El marido de Isabel también es cartonero. Isabel hoy se va a quedar en su casa cuidando a los pibes, con el barro que hay no pueden ir caminando a la escuela. De todas formas ella se las ingenia para que los chicos hagan sus tareas y, de paso, se pone a practicar lectura con el manual escolar de sus hijos. Por la ventana ve el aguacero y el baldío de inmensidad que rodea su casa. Aquel terreno parece dibujado en el mismísimo borde de la ciudad. Ya no se distingue donde termina el barrio “El Progreso” y donde empieza la nada. “Había…una…vez” lee Isabel con curiosidad como quién camina en puntas de pie procurando no hacer mucho ruido. Para ella cada letra es un paso.

No obstante María ríe. Dónde llovió, paró. Su sonrisa transmite algo particular. Alegría, quizás. A las cuatro se tiene que ir a una marcha en el centro de La Plata. Confiesa que no le gusta ir, pero que si no va no le dejan mandar a los pibes al comedor. Encima Rama, su hijo menor que ahora juega a esconderse detrás de los barriles, quiere dejar la escuela. Tiene siete años y quiere dejar la escuela. María no lo va a permitir, por eso esta tarde irá a hablar con su señorita para ver que pueden hacer. En el Comedor planea un fuerte aroma a comida proveniente de la cocina que no pasa desapercibido. Entre ollas y verduras, María nos dice que le gustó mucho “Setenta balcones y ninguna flor” y antes de irse saluda con uno de esos besos que se te quedan grabados en la mejilla por un par de segundos. En Romero sobran jardines.

En cambio María, la salteña, suspira con pesadumbre. Hoy no quiere saber nada con la “F”. No tarda en contar el porqué de su distracción. Solo necesita un par de oídos que la escuchen para desahogarse de su más profunda congoja. Que el hijo de puta de su marido le pegó, que se fue lejos, que lo denunció y que tiene miedo de que vuelva, esa paranoia que ni el sueño logra alejar. Promete que no va a tener más miedo, que lo va a hacer por sus hijos. Cuando nos vamos el abrazo golpea adentro. Duele. “Así es la vida macho” te dirán quienes ya se resignaron. Buscas excusas para apalear la herida. No te convence de que esta realidad sea así porque sí...

Mirás pa´ arriba. Las nubes vuelven a amenazar. El cielo se cubre con ese tono grisáceo que precede el aguacero. Todo resulta más complicado cuando llueve, aunque las gotas no borren las palabras.


Nota del autor: Historias como estas dan vueltas por toda la ciudad, algunos prefieren no verlas, otros reproducen -quizás inconcientemente- la fascitizante postura de los medios y le dan la espalda. La realidad está en la calle, no en la tele.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Función


Antes de salir guardó sus pastillas en el sobretodo. Se miró en el espejo y se notó algo más flaco. Se abrigó, no vaya a ser que la fiebre vuelva por tomar frío.
En las pocas cuadras que lo separaban del teatro sintió escalofríos varias veces.Ya se había resignado a las impredecibles reacciones de su cuerpo.

Entró al Cervantes apurado, como quien quiere deshacerse de algo.El de la boletería le dio su entrada sin mirarlo a la cara, quizás acostumbrado a ignorar los rostros anónimos de las noches tandilenses.

Fila cinco. Asiento 28. Mientras caminaba sentía el crujir del viejo piso de madera, tan chamuscado por el paso de los años, tan espectador de comedias y dramas.Como él. Se quitó el sobretodo antes de sentarse, no sin antes contemplar la enorme cantidad de asientos vacios que lo rodeaban.

Definitivamente el teatro había perdido el esplendor de sus años mozos y ahora sufría la indiferencia y el abandono de aquellos que lo habían hecho una moda. Hasta la cupula de vidrios parecía roída por los vejamenes del tiempo y el telón no
parecia más que una cortina harapienta de la cual se deshilachaban los aplausos pasados.
En franca contradicción con la primera impresión, la penumbra no era total, porque se lo podia ver al viejo Perkins, el dueño del teatro, caminando entre los pasillos,esperando entusiasmado que las hordas de espectadores colmen hasta el último recoveco de la sala, como en "aquellos viejos tiempos".
Pero esto no sucedería y Perkins se ahogaría una vez más en la busqueda de una última curda después de esta, la última función de la noche.

Él se estiró en la butaca y miró su reloj para cerciorarse de que la obra no tardaría en comenzar.Oyó el ruido de pasos.
"Tacos, esos son tacos". Al lado suyo se sentó una mujer de una belleza peculiar, de cabello oscuro y rasgos tibios.
Su cara huesuda emanaba cierta pesadumbre pero eran sus ojos los que llamaban la atención, vidriosos como los de una amante de luto.

Curioso, él la miró de reojo. Supuso que era muy obvio y prefirió divagar sobre sus asuntos diarios: un par de derrotas contra su Yo -enmarcadas en una rutinaria persecuta por su enfermedad- y la dependencia de insufribles tratamientos sin prescripción.
La dama, en cambio, desde que tomó asiento, jamás movió su mirada del punto equidistante que la separaba del escenario. Permaneció quieta como una estatua de cristal en medio de aquella vetusta sala de teatro.
Pestañeaba solo de vez en cuando. Parecía sumida en las más incongruente fantasía interior...si alguien la hubiese visto tendría más de un motivo para sospechar de su estabilidad emocional.
Los minutos pasaron y nadie más que ellos habitaron ese lugar.

El telón se abrió. En el escenario se pudo ver a un hombre sentado en un banquito de madera que tapaba su rostro con ambas manos, resguardándose de las lágrimas que parecía no poder contener.Estuvo así unos segundos, hasta que levantó la cara para dejarse ver por el escaso público.

Desde su butaca el hombre se sobresaltó al verse a sí mismo en el escenario.Respiró agitado y percibió,como anoche, el frío sudor en su frente. El actor era él mismo, él del escenario era su viva imagen."Pero...¿qué imagenes abominables me trae mi mente?,¿Qué juegos perversos manipulan mi conciencia?"
Tragó saliva,le volvió a doler la garganta. Quedó paralizado y mudo.La dama sentada a su lado ni se inmutó.

El actor se paró y caminó desde un costado a otro.Hizo muecas de dolor y se agarró la cabeza molesto.De pronto algo pareció derribarlo,y quedó arrodillado sosteniéndose a duras penas con las bambalinas delanteras.Respiró con dificultad y temblaba como sabiendo su final.Sus facciones se transformaron por los paroxismos que debió soportar. Hasta que se quedó sin fuerza y sin aire. Cayó en el escenario como una marioneta sin sus cuerdas.

El telón se cerró.Ahora el hombre comprendió, mientras volvía más fuerte la presión en el pecho, comprendió lo que venía. El dolor era distinto a días anteriores. Su garganta era un solo nudo, su cuerpo un manojo nervioso. Pensó en mil cosas a la vez, sintió otras mil pero abandonó la resistencia.El sufrimiento le ganó de mano.
Con desesperación buscó sus pastillas en el sobretodo, no las encontró.Sintió la quemazón interna y el aire le comenzó a faltar.

Antes de cerrar los ojos vio que la mujer lo observaba expectante mientras aplaudía su final. El telón se cerró y la mujer caminó por el pasillo, solitaria, acostumbrada.

viernes, 2 de mayo de 2008

Pequeña anécdota de la vida manicomial




Cualquier parecido con la realidad es adrede. Relato basado en el testimonio de pacientes del Neuropsiquiátrico Dr. Alejandro Korn de Melchor Romero

El sol le pega fuerte en la cara. A veces le quema, hoy no. De vez en cuando trata de mirarlo fijo hasta que su luz se lo impide y los ojos le empiezan a arder, entonces pestañea obnubilado y cambia el rumbo de su mirada. Es que el sol esta siempre ahí, en el mismo lugar, confinado en el cielo indómito, como él en este hospital.
Sentado en uno de esos bancos de plazas que están adelante, al lado de la puerta de su sala, él observa y admira todo, con la cabeza apoyada contra la pared.
A lo lejos, por detrás de los pastos largos y los arbustos del parquecito, ve el alambrado, esa barrera simbólica que de nada sirve, excepto para que los de afuera -que van y vienen en un colectivo rojo- vean que están encerrados. Ese alambrado es inútil porque cuando Víctor tiene ganas de salir, sale. Camina un rato por las cuadras de Romero, va al almacén y charla con los compañeros que se ganan algunas monedas cuidando autos –algunos hasta le lavan el auto al director del hospital a cambio de cigarrillos-, por eso no le teme al alambrado, sino que lo odia por lo que significa.
Si estuviese adentro ahora estaría durmiendo, como Pucheta que ronca demasiado para su gusto o sino todo lo contrario, a veces grita cuando duerme. Pero supone que no vale la pena desperdiciar la tarde otra vez, aunque el sueño es un buen escape del que muchos abusan. Total debe ser temprano, piensa. Debe faltar poco para las siete, horario en que, después de tomar la medicación, esta obligado a acostarse. Víctor dentro de todo esta lucido, tiene noción del tiempo y espacio, pero hay compañeros que piensan que viven en el 80.
De nuevo pita del cigarrillo que le corresponde. Agarra la colilla con debilidad, como temblando, y fuma lento. Es uno por día nomás, mejor aprovecharlo ahora que su vicio lo amerita. De todas formas, si no le queda ninguno, le manguea al primer desconocido que se cruce, como hace Juan Carlos, experto en este arte de manguear e incansable tomador de mate.

- Juan Carlos vení… sentate- le dice Víctor, pausado y parsimonioso, a su compañero de sala, un flaco que usa un gorrito rojo y unos pantalones azules, con un cordón como cinturón, apretados sobre el ombligo.

Juan Carlos sólo habla cuando es necesario, el resto del tiempo piensa y camina, de acá para allá. Esta un poco encorvado, pero ya no le importa. Según él hace poco tiempo que llegó allí. Aunque pareciera que ya pasó varios años de su vida enclaustrado en la Sala Menéndez nadie se lo va a discutir, ¿quién conoce su verdad? Solo él mismo. Por lo menos, a diferencia de antes, no tiene esos ataques de epilepsia, esa congoja desapareció con la medicación que lo tiene controlado, a él y a los ataques epilépticos. Parece que fue ayer cuando viajó a Montevideo en auto y cuando trabajaba como albañil, pero las cosas cambiaron. De ayer a hoy todo cambió.
Ahora se acerca y se sienta junto a Víctor. En la mano tiene un vaso de plástico con yerba y un sorbete, de vez en cuando ceba con agua fría de una botellita de Pepsi.

-Estoy podrido de comer arroz, hace una semana que venimos comiendo arroz- Juan Carlos comenta refunfuñante, no modula la voz por eso lo que dijo se entiende a medias.
-Míralo a Manolo- dice Víctor, señalando a un hombre que esta tirado en el pasto, a pleno rayo del sol, con gorro de lana y campera gruesa.
-Esta loco- agrega- bah, acá estamos todos locos-afirma sonriente.
-¡Arroz, arroz, seguro que hoy a la noche de nuevo!- Juan Carlos nunca escuchó lo que le acababan de decir, siguió pensando en la comida.

Juan Carlos convida uno de sus mates. Desde el banco, detrás del alambrado, ven la calle. Un camión toca bocina y una mano asoma por la ventana del vehículo, Claudio, sentado en un cajón de frutas y balanceándose de atrás para adelante, levanta la mano al grito de “¡colega!”. Es que cuando tiene la oportunidad recuerda sus días de camionero, suele contar sus viajes a los lugares más recónditos del país, sus infinitos encuentros cercanos con la ruta y también, cuando esta indignado, la injuria de su hermana, quien lo trajo a este lugar y nunca regresó. La putea por debajo mientras muerde del pedazo de pan que le sobró del almuerzo. Culpa de ella no pudo terminar de desarrollar la vacuna contra el gen que provoca el cáncer, porque, según dice, además de ser camionero, también fue médico experto en genética y metamorfosis.
Por la calle de entrada se asoma un patrullero. Víctor y Juan Carlos giran para verlo. Del auto policial se bajan dos uniformados y junto a ellos viene un hombre de rulos negros despeinados con una remera de Loma Negra.

-¿Ese no es el Pocho?- dice Víctor
-Si- le contesta Juan Carlos, monosílabo.
-Míralo vos che- dice mientras pisa el pucho para apagarlo.

Era la cuarta vez que el Pocho se escapaba por eso a nadie le llamó mucho la atención. Cuando tenía ganas se iba sin rumbo ni destino directo. Sin embargo, a los pocos días regresaba porque había perdido contacto con su familia y entonces no tenía lugar adonde ir. La policía, con la potestad obtenida por la orden de fuga, lo devolvía al lugar al que “pertenecía”.Mejor aún era la situación de Marcos, quien se iba los fines de semana a visitar una novia y el lunes a la mañana volvía para retomar su rutina de interno. A Marcos se le redactó la fuga 72 veces, pero esta nunca cumplió el plazo mínimo de cinco días para que sea buscado, porque siempre regresaba por su propia voluntad.
El Pocho saludó a sus compañeros y les comentó su situación. Había peleado en la guerra de Irak por decisión de Marilyn Monroe, pero al traicionarla lo mandaron de nuevo al Melchor Romero. Delirios místicos le dicen los psiquiatras, historias incomprobables, pero creíbles, para sus compañeros.
Entonces Víctor se levanta y dice que va para el almacén, allá puede manguear algún que otro pucho. Juan Carlos se para, entra a la sala y se dirige al comedor. Allí un par de internos miran el programa de cumbia sin decir una palabra, ni siquiera saludan al que acaba de entrar, tienen la mirada fija en el televisor, como perdidos en sus colores y sonidos.
Víctor sale caminando por la entrada central. Ya esta afuera una vez más. Es sábado así que no hay mucho movimiento en la avenida 520, solo un par de personas esperan el colectivo Oeste. En la semana hay mucho movimiento en esta cuadra, vendedores ambulantes y canillitas que buscan el mango del día.
El almacén queda en la esquina. Pero, para su desatino, lo encuentra cerrado. Protesta porque tendrá que esperar hasta mañana para volver a fumar. Decide emprender su regreso a la sala cuando, en el camino, se encuentra una mujer sentada en el cordón de la calle fumando. Casi por instinto se sienta junto a ella.

-¿Me convidas una pitada?- le dice Víctor, introvertido y dubitativo.
-No. Este es el pucho de hoy. No jodas- le contesta la mujer, una señora muy blanca con los ojos derramados, con un pañuelo en la cabeza y manos temblorosas.
-Si me convidas, mañana te convido.
-¡No!- contesta de manera rotunda la mujer, un poco histérica por la solicitud.

Resignado Víctor se levanta y se va, para problemas con las mujeres ya tuvo bastante con su ex-esposa. No alcanza a dar tres pasos que escucha que la mujer lo llama al grito de “vení che”. Cuando él se da vuelta, ella se levanta y se le acerca

-¿Cómo te llamas?- le pregunta inquisitiva
-Víctor ¿vos?
-Claudia, toma- le acerca el cigarrillo a la boca, el pucho esta casi consumido.

Víctor pita una, dos veces, le dice gracias y retoma su camino al saludo de un “nos vemos”, como diría un amigo, en su tradicional jerga futbolística, “la dejó picando”.
Y así fue. Al otro día, la Claudia, interna de la sala femenina, estaba esperando a Víctor en la puerta de la sala Menéndez. Él no se sorprendió, ella tampoco, era como si el encierro les hubiese clausurado los sentimientos.
Esta vez charlaron un poco, por algún motivo paradójico ninguno de los dos quiso fumar -la causa de su encuentro anterior ahora parecía vetusta-. Víctor contaba que era plomero y que, si bien ya tenía el alta, no se podía ir, ya que no tenía adonde ni con quien, todavía esperaba la llegada de sus hermanas que le habían prometido llevárselo de este aislamiento. Pero la charla se fue poniendo más tensa, ella empezó con preguntas y acusaciones algo posesivas “¿qué hiciste hoy?“, “¿Por qué no me fuiste a visitar?”, “Vos siempre lo mismo”. Víctor se sintió presionado, entonces sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo arrojó.

-Estamos a mano- le dijo desafiante. Luego dio media vuelta y volvió con Pucheta que por lo menos no lo acusaba de nada extraño y no lo forzaba con preguntas sin sentido.

A Claudia no la volvió a ver, porque al pabellón de las mujeres era imposible entrar, a menos que seas amigos de los guardias, pero ningún interno es amigo de un guardia.
Como aquella vez que, en frente de los niños y con inusitada violencia, le dijo a su cuñado que lo mataría a golpes, Víctor sintió que había echado todo a perder y que había sido su culpa. Su cuñado era un mal tipo que merecía un “apretón” por pegarle a su mujer, pero este lo terminó acusando y el hecho le jugó muy en contra. Pero la Claudia valía la pena, era diferente, aunque no hablaba mucho y no la conocía del todo, algo le trasmitía. Ya era tarde seguro. Era tarde para cambiar.

Se acostó a dormir la siesta porque afuera llovía a cantaros, el día soleado había pasado, su oportunidad también. Esa noche Julio, el enfermero, le suministró doble dosis de la medicación y lo maniató en la cama porque lo vio muy agitado y nervioso. Víctor, entre el efecto de los barbitúricos y el desamor constante de su existencia, se quedó perdido una vez más en el delirio del hospital. No lloró, no rió, no sintió nada. Es más no se acordó de Claudia, ni de sus hermanas, ni de su cuñado. No por su elección, sino por la del lugar que lo rodeaba. Un lugar para almas solitarias enclaustradas en lo indócil del inconciente. Si ya se, como el sol, solitario y distante de lo que pasa en este mundo, ajeno a esa gente que se auto-clasifica del lado efímero de la cordura, del lado insensato de la razón. A veces, me dijeron, es preferible vivir del otro lado.

jueves, 3 de abril de 2008

A un trapecista de cuatro patas

Ayer me dijeron que te fuiste. A lo mejor encontraste otro techo donde vagar, o quizás decidiste retomar tu eterno éxodo sin destino alguno para seguir con tus piruetas en chapas lejanas.
Al menos, eso me tranquiliza. Viajar es crecer, dicen.
Pero se te extraña che.
Equilibrista como ninguno, no le temías ni a las alturas, ni a las lluvias, ni a esos ermitaños que siempre envidiaron tu nomadismo y boicotearon tu andar con venenos prefabricados. Te tildaban de roedor… ¡justo ellos! Ellos que se vanaglorian de su encierro y no comprenden lo esencial de gastar las suelas, que no salen de esa burbuja hermética en la que sus días pasan sin pena ni gloria, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido. Ellos: la paradoja de una existencia sin romper el muro.
Y yo.
Yo espero algún día volver a encontrarte. Mientras, me excuso en las obligaciones de mi existencia: que la rutina me tiene atado; que llegar a fin de mes, que estudiar y vivir solo cuesta vida. ¡Todos nos aburguesamos al final, viste!
Me causa gracia. Me acuerdo de vos y me río solo, y es ahí cuando mi vieja se da vuelta y me mira con cara inquisidora, siempre buscando el porqué de mis muecas involuntarias. Me río porque nunca había visto tanto amor por la naturaleza, tanto desapego por lo material y lo humano como en vos. No había tribulaciones en tu andanza. Ibas y venias, descalzo entre las ramas, sutil entre las hojas, sin más brújula que tus bigotes y más escafandra que la de tu pelaje gris. Te veía pasar de noche, corriendo en la cornisa como un acróbata de alturas cercanas. Veía la velocidad en que tus cuatro patas recorrían la finitud del cable de cobre, desde donde caía tu larga cola inquieta.
Vos ni me mirabas, ni te dabas cuenta de que te estaba mirando desde el banco de plaza del frente de la pensión. A veces me ponía a tocar la guitarra en el banco como llamándote, mirando hacia el cable para ver si aparecías.
Es que siempre te miraba pasar, pero nunca me animé a detenerte y a decirte esto que,
como un cobarde, ahora te escribo. Y ahora ya es tarde, como siempre. Demasiado tarde me doy cuenta de las cosas que tendría que haber dicho pronto.
Mejor me despido.
No pienso volver a ese banco de plaza. Aunque, aún hoy, me cause gracia y mi vieja no entienda el porqué.

sábado, 8 de marzo de 2008

Perdido



Vacilante, mira el remedio de su locura,
donde flotan sus miserias y se hunden sus sonrisas.
Día a día, caricias que no perduran le boicotean el vivir,
"a amoríos idealizados no se le inventan reproches".

Lágrimas no le salen,
la catarsis nunca llega.
"Más vale la espera",
suele conformarse con muy poco y menos.

Huye despavorido aunque nadie lo sigue,
mejor piensa dos veces si saltar al abismo.
Prefiere esconderse, otra vez,
en la perfidia de sus excusas tristes.

Lo atormenta eso que nunca supo decir,
detras de su regocijo sadico el carnaval se viste de luto.
Un fayuto eclipse juega con su ser,
pues manosea misantropías y máscaras
que se apagan en sus noches clarividentes.

Así, diagonales solitarias -con el agua hasta el cuello-
remachan el sufrir de sus cafes sin destino.
Reproche elocuaz el de su cama vacia
ya que cenizas quedan, donde no hubo fuego.

Agujas que le mienten y palabras en falso
buscan consolar su etereo insomnio,
Claro destino el de sus labios, otra vez el vacio.
Fácil juego el de su vida,"yo siempre pierdo".

Zumbido fugaz, vueltas y más vueltas.
Meditabundo y ciego va por la cuerda floja.
Avisenle, en su caída lo esperan
los amargos dardos de la nueva derrota.
Avisenle, a ver si todavía se duerme sin despertar.

(Dibujo cortesía de Tango II)

lunes, 18 de febrero de 2008

Bulevar

Esas falsas estrellas iluminan mi andar. La traición de una baldosa floja quedó pasos atras.
Estoy ahí, parado en el bulevar, observando nomás. 7 y 42 , en el medio de esa vorágine, de esos coches que -a mi derecha y a mi izquierda-cortan el aire cual si fuesen filosas guillotinas jacobinas.
Pienso qué pasaría si salto al encuentro de esos autos. ¿Velocidad imprudente la suya? Imagino mi cuerpo deshaciéndose con el primer impacto, la sangre en el piso y en el tren delantero. "No debe doler", argumento, cómo tratando de darle una excusa racional a mis pensamientos irracionales. Supongo que las miradas incomprensibles de la gente curiosa no se harían esperar, atraídas por esa tragicómica escena ineludible.
Me gusta la idea -aunque me exaspera mi cobardía- de querer probar el dolor fugaz, de saltar hacia mi propia muerte. Me acuerdo la otra tarde cuando nos acostamos en la cornisa y miramos hacia abajo. Los autos como de juguete, el cielo a nuestro alcance. Una sensación de vértigo hacía que mis dedos tiritaran, pero al mismo tiempo sentía la imperiosa necesidad de arrojarme al vacio y dejarme caer como una bolsa atrapada en el viento. ¿Te acordas? No, seguro que no, como siempre ya te olvidaste. La no tan simple dicotomía de vivir o morir se convertía en una elección para mí, en ese entonces.
Sin embargo esa disyuntiva regresa de vez en cuando. Como ahora, en el bulevar, mientras una curiosidad extraña me paraliza, mientras estoy solo con la vida en cuentagotas. Una existencia que duele, donde las bocinas agonizan. Si me trajeron a este mundo sin consultarme, sería lógico que sea yo quien acabe con mi existencia. Poco me importa el posible conductor, a quien voy a convertir en inocente homicida. Él no tendría la culpa de mi decisión pero si sufriría mi impericia, y sentiría, en carne propia, la desdicha.
Es mejor arder que desvanecerse dijo Cobain, siempre comprendí que mi final debía ser así. Pero no, estoy estacado al piso. Hasta que te veo enfrente, en la esquina. Me saludas de forma hipócrita como siempre lo haces y sonreís. Fingiendo, lo noto en tus ojos. Risa tonta y odiosa. En ese momento representas todo lo que odio: la soledad en este puto mundo superpoblado, en este desierto multitudinario, la locura de antaño que -involuntariamente- aprendí a reprimir y el miedo. El miedo. Ese que me pisa los talones cuando estoy cuerdo, que deambula de noche cuando no me puedo dormir, que me acaricia suave cuando el futuro depende de mí.
De este lado estoy yo, un manojo de sentimientos deprimentes, un estropajo refugiado en tu inclemencia. Allá estas vos, pura belleza que oculta lo más cruel. Me ves morir desde que nos vivimos, me ves perdido desde que nos encontramos. Darte la espalda sería confirmar una vez más el terror que siento, esperar a poder cruzar sería rendirme a tus pies.
Por eso salto, al encuentro de esos vehiculos voraces, al choque seco y mortal, porque soy yo quien decide por primera y última vez.
El tránsito se detiene. Las bocinas callan, al igual que las pulsaciones.

jueves, 3 de enero de 2008

Confesión de un melancólico

“¡Juego!”, gritás mientras levantás la mano derecha. Sentís que sólo eso basta para poder participar de esa reunión amena en la que tanto te divertís. A continuación, tu destino lo decide el azar en un sorteo impredecible: “Sandía sandia tu serás un gran policía, melón melón tu serás un gran ladrón”. O quizás tu suerte dependa de las intenciones de otros: “Jugando al huevo podrido se lo tiró al distraído, el distraído lo ve… ¡y huevo podrido es!”.
Decís “¡pido!” y todo a tu alrededor se detiene, como si el tiempo dependiera de esa sola palabra. En ese segundo, las corridas se frenan y la paciencia aguarda mientras vos te atás los cordones. Todos te esperan, nadie te apura. Luego, el juego continúa.
Si sos habilidoso, podés salvar a tus compañeros de aquella penitencia insufrible de tener que contar, o de estar en la cárcel con máxima vigilancia. Depende de vos.
En la intemperie, todos son iguales, aunque uno siempre es curioso: alguien me dijo que la “mancha venenosa es el primer contacto con el sexo opuesto” y yo le creí. Si de contactos hablamos, ¡quien no haya jugado nunca al doctor con la vecinita o con la prima que tire la primer piedra! Aunque cuando uno crece, la botellita simplifica mucho las cosas; el giro de la botella decide por vos y el beso llega inesperado.
Cansado llegás a tu casa. Parece que el Tamagochi está muriéndose de hambre y tu mamá te recuerda que anoche ese aparatito la despertó tres veces. Después del nesquik, prendés el family. El Islander, el Pacman o el Mario son tus juegos favoritos. Si Einstein dijo que la vida era una sola, los hermanos plomeros se encargaron de refutar esta teoría miles de veces. En cambio, las mujeres juegan con las barbies. Hoy, hay quienes reconocen no haber tenido ninguna y quienes testifican que prefieren jugar con Ken. Sobre gustos no hay nada escrito.
Otro día pasó. Antes de irme a dormir, escribo en una pared que encontré por ahí, que no tuve infancia y que me emborrachaba escuchando Charly García. Mentira. Extraño cantar: “¡Mambrú se fue a la guerra… que dolor, que dolor, que pena!”. La melancolía me esta matando.

Yendo de la cama a la realidad


Martes. Siete y media de la mañana.
De un golpe, la apago. Esa alarma estridente, la odio. Siempre me roba el final del mejor sueño. Poco le importa a ella, triste melodía monofónica, arrancarme de la más pura expresión de mi inconciente. Sé que su sonido volverá. Por eso, mientras lo espero, me refugio entre las sábanas, hundiéndome en la profundidad de la catrera.
Entonces, ella despierta antes que yo. Antes de que pueda abrir los ojos, resurge de su breve letargo nocturno para recordarme lo insano que estoy. Esa, mi voz. Siempre tan altiva. También la odio -comprenderás que a estas horas de la mañana cualquier cosa, por más mínima que sea, es digna de mi odio-.
Mi perspicaz voz me presiona con argumentos típicos, que la hora, que la responsabilidad, que se te va a pasar el colectivo, que siempre la misma modorra. En cambio, trato de volver a imaginar en donde estaba, trato de volver a ese extravagante paisaje de mi mente para hacer todo aquello que despierto no me dejo hacer. O no me dejan a hacer. O no hago. Por cobarde quizás. Por miedo también. Por eso, disfruto soñar, porque no hay límites. Porque la fantasía resulta más atractiva que la rutina, que el café a la mañana y la caminata hasta la parada y de ahí a la facultad. El sueño no es tan efímero si te ponés a pensar, es más coherente que la realidad. No tiene tantos obstáculos y laberintos, es más directo y conciso. Y agradable, obvio.
Miro el reloj. No alcanzo a comprender como pero ya son menos diez. Me levanto de un salto, corro al baño. No hay tiempo para café, ni para desayuno. Si no me apuro llego tarde. No hay tiempo para soñar. La rutina me golpea otra vez cuando salgo a la calle corriendo. Puta, mi voz me lo advirtió. Mañana le hago caso. Supongo.

La Escafandria

Es la cápsula incomprensible de soliloquios atemporales cercanos a la conciencia. Es la invisible parte del fango cibernético o, quizás, la búsqueda de algunas palabras alternativas, lejanas del hedonismo posmo y de la alienación recurrente en la que fluye nuestra existencia.

Bienvenidos a este espacio circunstancial, efímero y volátil cuyo único fin es la nada.