domingo, 6 de diciembre de 2009

La metáfora del payaso y la mujer barbuda

Cuando la caprichosa luz de la mañana atravesó las lonas de la carpa, el payaso Bonifacio despertó con una sensación amarga en el pecho y, aunque creyó que era causa de un mal sueño, le bastó con abrir bien los ojos para comprender que Esmeralda se había ido, dejando a su lado una triste silueta en el colchón de aserrín que alfombraba el piso. De la noche anterior, sólo recordaba haberse dormido a la vera del torso desnudo de la mujer piel de durazno. Aún confundido y obnubilado, se levantó de un salto y comenzó a buscarla entre los recovecos del viejo circo. Afuera, el sol brillaba burlándose de su sonrisa despintada.

Corrió hasta la casilla de Esmeralda, ubicada en la parte posterior de la carpa central, entre árboles de gruesos troncos y begonias transparentes. Abrió la puerta de chapa con un golpe que sonó seco y oxidado. El cuarto tenía la impecable crueldad de los lugares vacíos; no había rastros de sus vestidos multicolores, ni de sus pelucas de cotillón, ni de sus brillosos tacos aguja. Sólo quedaba, pegado al lado del espejo circular, un cartel amarillento que la aclamaba desde sus doradas letras gigantes: “¡Conozca a Esmeralda: la increíble mujer barbuda!”. El cartel le trajo los recuerdos de su amorío casi adolescente, tanto así como el sutil aroma a tabaco y miel que todavía flotaba en la casilla. Salió del lugar cerrando lentamente, como una suave y temida despedida.

Muy a su pesar se dirigió a la jaula de los leones, donde Phillip, el domador, ensayaba las piruetas con sus desgarbados felinos. Phillip, de bigotes finos y pelo engominado, se había ganado el odio de todos los payasos por creerse superior en el espectáculo. Era un tipo tan soberbio que, aunque no estuviera actuando, creía que los aplausos estaban dirigidos a él. Entonces, frente al espejo, sonreía con su reluciente dentadura equina y repetía “gracias, gracias, público querido, yo sé que anhelan mi presentación”. Aquella mañana, luego de que Bonifacio le preguntara por el paradero de Esmeralda, él se rió a carcajadas, con un dejo burlón. “Amigo, amigo, si yo fuera mujer también te dejaría” sentenció mientras sostenía el aro por el cual saltaban los leones semi-pelados.

Al llegar a la carpa donde practicaban los malabaristas, Bonifacio todavía llevaba puesto el disfraz: un saco azul agujereado, una chillona corbata floreada y unos zapatones de cuero ficticio. Su rostro era el reflejo de una mañana agónica. Incluso fantaseó que el mundo le estaba haciendo una broma cuando Jenny y John, los malabaristas, lo recibieron con glacial indiferencia. Los dos, vestidos con calzas grises y musculosas azules, continuaron lanzando pelotitas al aire haciendo oídos sordos a sus preguntas. Ahí estaban ellos: dos cuerpos escultóricos, dos muecas de telgopor moviéndose lentamente en la sórdida mañana de otoño. Fue uno de esos traidores flechazos mentales el que hizo sonreír a Bonifacio al imaginar que había visto a Esmeralda desfilando allí con su silueta de gacela, emperifollada en su vestido escarlata y con ojos de frambuesa sobre la barba de tres meses. Se alejó de allí en un pestañeo, dejando atrás el roce de los pies descalzos en las colchonetas.

“Oye, ¿qué haces que no estás ensayando tu rutina?” lo increpó Ruthmore, el obeso dueño del circo, mientras caminaba hacia él con un andar pesado y lento, como el de una morsa. “¿Acaso no ves que te pago por esto, eh?” agregó con el vozarrón podrido de otra noche de alcohol. Bonifacio, con un optimismo moribundo, consideró oportuno preguntarle por el paradero de Esmeralda, él tendría que saber… “No la he visto. Da igual, ya conseguiremos otra mujerzuela que se deje la barba” le dijo palmeándole el hombro y mostrándole una falsa sonrisa amarillenta fiel a sus muecas de patrón. “El mundo está lleno de esas mujerzuelas” agregó el viejo, exhalando un hedor de nicotina difícil de olvidar.

Así, antes de dejarse vencer por la angustia de las despedidas inesperadas, el payaso quiso creer que el único indicio que ella le había dejado era una orquídea blanca que solía utilizar entre sus cabellos de bronce y que ahora, en cambio, reposaba inmaculada en el barro y el pasto húmedo de la boletería, tan solitaria como una rosa en el desierto. La guardó en su polvoriento saco con un gesto delicado, luego de envolverla en papel tissue. Caminó cabizbajo, alejándose del circo para no volver jamás. Por mucho que le costara vivir sin los aplausos y las risas del público, llegó a convencerse de que toda la parafernalia de trapecios y domadores ya no valía la pena. Todo daba igual.

Incluso, durante los días posteriores, la realidad le pareció algo menos interesante. El fragor de la carne trémula de los burdeles le pareció una mera ficción de aquellos revolcones entre el aserrín de los elefantes, los tragos de ron le sabían a poco frente el sabor de los labios de algodón y ni siquiera el refugio nocturno de la piel colombiana le brindó una salida, en cambio fue un abismo, uno más en las esquinas de su alma.

Sólo le quedó -acaso como un tesoro sin sentido o un mecanismo de defensa- el recuerdo de los domingos al sol, de las manzanas acarameladas y las funciones repletas, de los encuentros fugaces en la kermés de Merlo y la cadencia de una mujer barbuda que se iba esfumando con el trajín de los días, lo que había sido una hoguera y ahora, cenizas.

Sin embargo no se sorprendió al verla, una fría mañana de invierno, cuando su vida artística ya era un capitulo pasado, estampada en la tapa de la revista “Vanity Fair”. Y ver que ya no llevaba la barba que la volvía únicamente hermosa sino un rostro lechoso, casi lampiño, y tampoco el pelo de bronce, sino un rubio ficticio, como una peluca de fantasía. Y en vez de su disfraz escarlata, llevaba un vestido ínfimo, tetas de silicona y labios de colágeno. Allí, en su pedestal de papel, tras la máscara de un cuerpo plástico, Esmeralda simulaba ser otra. Al igual que Bonifacio, que hacía años que trabajaba varias horas por día, trajeado y correcto, en la oficina de Correos, oculto en el velo de la rutina laboral, en el disimulo en las oscuras servidumbres modernas, allí donde los recuerdos de las risas circenses solo son una orquídea marchita en un saco azul de payaso.