sábado, 30 de octubre de 2010

Ella, la plaza y los pueblos


Como un solitario caminante nocturno llegué a eso de las nueve a Balcarce 50, la entrada principal de la Casa Rosada. Antes, en la redacción, había estado escribiendo sobre Néstor Kirchner, tratando de armar un retrato de su presidencia que no cayera en un resentimiento clarinista, pero tampoco en una obsecuencia miope. Cuando terminé la nota sentí que no podía volver a La Plata sin comprobar con mis propios ojos lo que la televisión mostraba. Salí nomás, caminando, trajeado pero desprolijo.

Hacía un calor pegajoso, bien porteño. Camino a Plaza de Mayo me sorprendió la cantidad de gente que colmaba las calles. Pibes envueltos en banderas, madres clasemedieras con bebés en brazos, mucho militante "independiente", cánticos contra Cobos, contra el gran diario argentino, puesteros callejeros que vendían desde hamburguesas hasta retratos de Eva Perón, cartulinas pegadas en las bocas de los subtes con mensajes garabateados a mano -que Gracias Néstor, que Fuerza Cristina, que Hasta la victoria siempre- y flores, muchas flores por doquier. Sería faltar a la verdad decir que allí el clima era de congoja, más bien era una mezcla de euforia y bronca por los inesperados cauces de la historia.

Llegué a la Plaza –plaza única, plaza del pueblo, plaza que hace unos años se llenó de rabia y de que se vayan todos- minutos después. Estuve un rato en el lado izquierdo del vallado donde una pantalla gigante mostraba el cálido abrazo entre Lula y la presidenta. Mientras, la multitud vitoreaba al ex metalúrgico brasilero que había dejado la campaña electoral en su país para venir a despedir a un “compañero”. No era poca cosa. A mi lado, un pibe de la JP, preso de un prematuro análisis, ya hacía pronósticos para 2011. “Dicen que la formula puede ser Scioli – Cristina. Ojala sea al revés”.

En ese mar de gente me encontré con unas colegas que habían estado cubriendo la jornada. Me contaban que habían superado la restricción impuesta para que la prensa no entrara al Salón de los Patriotas Latinoamericanos, donde se llevaba a cabo el velorio. “Estuvimos donde está el muertito”, resumieron, con esa jerga tan simple como morbosa del periodismo. Si bien los medios tenían una carpa con computadoras afuera de Casa de Gobierno, los periodistas tenían expresamente prohibido el ingreso a la capilla ardiente. A menos que estuvieran dispuestos a formar parte de la interminable cola que llegaba más allá de la 9 de julio, lo que suponía horas y horas de espera. Entonces uno de los noteros que estaba de guardia me mostró el camino “alternativo” para ingresar a la Rosada. De no ser por el laberinto de la multitud, habría dicho que era pan comido.

Sin pensarlo dos veces enfilé para la calle Balcarce. Allí un cordón policial impedía el paso, pero bastó con mostrarle mi luminosa -y exageradamente solemne- credencial para zafar el control. En la carpa de los medios, quedaba algún que otro colega nervioso que escribía a mil por hora, procurando enviar la nota antes del cierre. Los camarógrafos enfocaban hacia la multitud de Plaza de Mayo. Todo era banderas, cantos, globos. Pensé en la plaza otra vez, en su historia como testigo de amores fanáticos y odios viscerales. Me fue imposible no relacionar lo que veía con las imágenes del primer peronismo, esa magia escenográfica que ni Broadway había logrado imitar.

El resto sucedió en cuestión de segundos. La cola central para entrar a la Rosada estaba protegida por un vallado. Vi que una policía le abría el vallado a una joven pareja y me mandé detrás de ellos. La policía ni se inmutó –supongo que mi traje la engañó-, si hasta le dije “gracias” y pasé a formar parte de la nutrida columna que entraba a Casa de Gobierno. Su fachada estaba empapelada con cartulinas de colores, fotos de Kirchner y rosarios. En el piso ardían pequeñas llamitas que iluminaban tenuemente la cara frontal del histórico edificio.

Si la escena de la entrada me había puesto la piel de gallina, cuando me encontré caminando por el pasillo central, rodeado de señoras mayores, de padres con hijos, de jóvenes exultantes, un escalofrío me recorrió toda la espalda. Allí adentro, enormes coronas de flores –enviadas desde los lugares más diversos, desde Racing Club de Avellaneda hasta en nombre de Fidel Castro- decoraban el salón dorado. Los fastuosos cuadros de San Martín, Bolívar y Salvador Allende engalanaban las paredes y ya se escuchaban los aplausos desde la capilla ardiente. “Papi, ¿porque aplaude la gente?”, le preguntó un enano ruliento a quien lo llevaba en sus brazos. “Están despidiendo a Néstor”, le respondió el padre.

Entonces el pequeño grupo del que formaba parte continúo lentamente su marcha hacia el Salón, hasta llegar al lugar definitivo. En el centro estaba el cajón, del otro lado estaba Cristina, enhiesta, entera. Los anteojos negros ocultándole los ojos al mundo. Su figura tiesa con las manos sobre el féretro color caoba. Lula y Chávez a ambos lados suyo, casi guardianes. Ahí se generaba el shock, cuando los visitantes se enfrentaban cara a cara con ella, cuando comprendían que ella, después de todo, era una mujer que había perdido a su ser más querido. Entonces la humanizaban, le quitaban la coraza presidencial con que la habían envestido. En consecuencia, las reacciones también eran humanas. Algunos levantaban su mano con los dedos en V, otros se golpeaban el pecho, otros, de repente, lloraban mares de lagrimas, otros, como el padre que venía con el ruliento en brazos, gritaban hasta la afonía la frase más escuchada: “Fuerza Cristina”.

En cambio, quien esto escribe se quedó paralizado, con las piernas hechas una gelatina temblorosa y con un nudo marinero en la garganta. Quedé congelado en medio de ese pasillo improvisado, mirándola de frente, sintiendo sus ojos, los ojos de ella, con todo el peso de su historia, puestos en mí. Y detrás mío una señora le agradecía a los gritos y ahí la vi a ella levantar su brazo, y decirle, con una voz temblorosa, “Gracias a vos”. Y entonces los aplausos. Todo, absolutamente todo, llegaba a la fibra más intima de cada uno de los que ponía un pie en ese Salón. Si me quedaba un solo segundo más hubiera lagrimeado como tantos otros. “Vamos compañero, vamos”, me dijo una de las guardias de seguridad, como alentándome, mientras me empujaba hacia la salida. “No chabón, no chabón…que flash, que flash”, repetía un adolescente de no más de dieciocho, mientras se alejaba solo por el pasillo dorado. Ya afuera los visitantes convertían esa congoja en cánticos y se sumaban a la multitud dispersa por la plaza, a la euforía inusitada del mundo exterior.

Aún confundido, caminé hasta la 9 de Julio para tomar el colectivo. Aunque moría de sueño, no pude cerrar los ojos en todo el trayecto de regreso. Me venían imágenes, sonidos, olores, de lo que había presenciado. Me encontraba en un extraño dilema ideológico: por más cursi que suene, me había dejado llevar por los sentimientos y no por el raciocinio de mis ideas políticas. En todo caso, dejaré ese dilema para otra circunstancia. Ahora prefiero quedarme con las escenas de esa noche calurosa, con la “gente” en las calles, con las velas en el asfalto y con la frase que el cuadro de Salvador Allende tenía escrita en su base: “La historia la escriben los pueblos”. Ya lo creo.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Donna Jenny

De haber sabido que se enamoraría de ella, Marcos “Cogote” Díaz no hubiese ido al Hipódromo de La Plata aquel domingo de septiembre. Eso no estaba en sus planes. Las deudas, la hipoteca, el divorcio, eso sí. Pero la morocha de pelo fino al viento, de piel suave y cándida mirada negruzca le había arrebatado –por más cursi que suene- el corazón. Y el bolsillo. Desde su asiento la veía caminar con pasos sutiles, sorteando el lodo que la lluvia había formado a los costados de la pista y erigiendo el semblante hacia el cielo detrás de la línea de largada. Él, un viejo burrero de Tolosa, nunca apostaba por una primeriza. Era extraño lo que sentía, pero hoy había dejado hasta sus últimos centavos en ella.

Esa nochecita la pista parecía agujereada por cráteres de fango. Cogote estaba sentado en la tribuna Paddock, de asientos de plástico verde y escalinatas de cemento. A lo lejos, detrás de los tilos que rodeaban el hipódromo, observaba las chimeneas de la petroquímica de Berisso. Eran como grandes fósforos metálicos en la negrura del cielo. Después sus ojos estudiaban la Palermo Edición Azul.Donna Jenny. Hembra. Zaina. 56 kg. Debutante. Sale al ruedo una pensionista del stud El Principio con trabajos que le llenaron los ojos a nuestra gente experimentada. Todo parece indicar que será una ganadora a corto plazo. ¡Guarda!”. Rara vez la revista le erraba. Los buscafortunas la consideraban un manual infalible.

Un policía merodeaba por ahí con un largo tapado negro. Cogote se lo imaginó como un cosaco condenado en la Siberia. “Hoy puede ganar cualquiera. La pista es un chiquero. Puro barro y charco. Estas canchas son las más difíciles. Y del viento que hay se doblan las luces de la pista. Una cosa de locos”, le dijo el guarda. Cogote no le respondió. En cambio, continuó fumando su Le Mans, exhalando el humo con un suspiro de agobio. El cosaco interpretó el mensaje y se retiró de la escena. Para algunos burreros, la previa de la carrera debía ser un ritual silencioso. Para otros, lo contrario. Por eso le exasperaban los improperios de sus colegas de juego. No tenía sentido putear a un caballo. ¿Qué forma de incentivo era esa?

Entonces la volvía a ver. No le quitaba los ojos de encima, sobre todo se imaginaba el placer de montarla. Una estadía en el paraíso debía ser ese momento. Arriba suyo, apretando sus piernas y dejándose llevar por su galope de damisela de burdel. Así se imaginaba. Era feliz de sólo pensarlo. Y, cuando la insolente voz del altoparlante ordenaba el ¡largaron!, él apretaba el boleto en su mano venosa y la observaba con un hilo de baba colgando de su boca. Todavía faltaba mucho por correr cuando prendió otro pucho y vio a su yegua encarar la primera curva con galope acelerado. La montaba un tal Villagra. Un maldito Villagra.

Cabeza a cabeza, cuerpo a cuerpo. Así de pareja resultó la disputa. Cada fustazo en los muslos de las yeguas sonaba como un seco disparo de arma de fuego. Cada relinche sonaba a quejido rabioso. La calma ya no existía en aquella reunión de domingo. Todo era un manojo de nervios en medio de la fría noche.

Al parecer Estelma, la yegua campeona del stud Maripa, avanzaba primera en los últimos veinte metros. Pero sólo un cuerpo la distanciaba del pelotón de rezagadas. De allí, con la cabeza agachada, simulando el pico de un cohete, surgió imprevista la debutante. Gracias a un arranque fugaz, se despegó de la turba y se posiciono a la altura de la yegua estrella dejando boquiabiertos a los apostadores ortodoxos. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”, gritaban unos viejos en la tribuna. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”.

A pocos metros del final, Donna Jenny avanzó a la altura de su contrincante. Y en un pestañeo, ambas cruzaron la línea de llegada a la par. Hubo un silencio de cementerio durante los segundos siguientes. Hasta el viento cesó de soplar. La impresión general era de empate. Un empate con sabor a nada. Pero el cartel electrónico mostró con timidez una H. Un hocico. Donna Jenny había ganado por diferencia de un hocico.

En la tribuna Paddock, estallaron las gargantas de los pocos que habían apostado por este resultado. Ellos corrieron a las ventanas de Pagadores en busca de su suculento premio. Mientras, el televisor mostraba la imagen de un sonriente Juan Villagra y su yegua. Ya eran más de las diez.

Un viejo de cuello de pollo observaba el festejo del jockey en la pista. “¿Vio, Cogote? ¡En el fango se ven los pingos!”, bromeó el cosaco, antes de perderse en el tumulto de burreros y aprendices amontonados entre las escalinatas grises. Cogote sonrió. Tenía un boleto ganador en sus dedos entumecidos y una hermosa excusa para volver al Hipódromo el domingo próximo. Era extraño lo que sentía, era la primera vez que apostaba por una primeriza.