viernes, 2 de mayo de 2008

Pequeña anécdota de la vida manicomial




Cualquier parecido con la realidad es adrede. Relato basado en el testimonio de pacientes del Neuropsiquiátrico Dr. Alejandro Korn de Melchor Romero

El sol le pega fuerte en la cara. A veces le quema, hoy no. De vez en cuando trata de mirarlo fijo hasta que su luz se lo impide y los ojos le empiezan a arder, entonces pestañea obnubilado y cambia el rumbo de su mirada. Es que el sol esta siempre ahí, en el mismo lugar, confinado en el cielo indómito, como él en este hospital.
Sentado en uno de esos bancos de plazas que están adelante, al lado de la puerta de su sala, él observa y admira todo, con la cabeza apoyada contra la pared.
A lo lejos, por detrás de los pastos largos y los arbustos del parquecito, ve el alambrado, esa barrera simbólica que de nada sirve, excepto para que los de afuera -que van y vienen en un colectivo rojo- vean que están encerrados. Ese alambrado es inútil porque cuando Víctor tiene ganas de salir, sale. Camina un rato por las cuadras de Romero, va al almacén y charla con los compañeros que se ganan algunas monedas cuidando autos –algunos hasta le lavan el auto al director del hospital a cambio de cigarrillos-, por eso no le teme al alambrado, sino que lo odia por lo que significa.
Si estuviese adentro ahora estaría durmiendo, como Pucheta que ronca demasiado para su gusto o sino todo lo contrario, a veces grita cuando duerme. Pero supone que no vale la pena desperdiciar la tarde otra vez, aunque el sueño es un buen escape del que muchos abusan. Total debe ser temprano, piensa. Debe faltar poco para las siete, horario en que, después de tomar la medicación, esta obligado a acostarse. Víctor dentro de todo esta lucido, tiene noción del tiempo y espacio, pero hay compañeros que piensan que viven en el 80.
De nuevo pita del cigarrillo que le corresponde. Agarra la colilla con debilidad, como temblando, y fuma lento. Es uno por día nomás, mejor aprovecharlo ahora que su vicio lo amerita. De todas formas, si no le queda ninguno, le manguea al primer desconocido que se cruce, como hace Juan Carlos, experto en este arte de manguear e incansable tomador de mate.

- Juan Carlos vení… sentate- le dice Víctor, pausado y parsimonioso, a su compañero de sala, un flaco que usa un gorrito rojo y unos pantalones azules, con un cordón como cinturón, apretados sobre el ombligo.

Juan Carlos sólo habla cuando es necesario, el resto del tiempo piensa y camina, de acá para allá. Esta un poco encorvado, pero ya no le importa. Según él hace poco tiempo que llegó allí. Aunque pareciera que ya pasó varios años de su vida enclaustrado en la Sala Menéndez nadie se lo va a discutir, ¿quién conoce su verdad? Solo él mismo. Por lo menos, a diferencia de antes, no tiene esos ataques de epilepsia, esa congoja desapareció con la medicación que lo tiene controlado, a él y a los ataques epilépticos. Parece que fue ayer cuando viajó a Montevideo en auto y cuando trabajaba como albañil, pero las cosas cambiaron. De ayer a hoy todo cambió.
Ahora se acerca y se sienta junto a Víctor. En la mano tiene un vaso de plástico con yerba y un sorbete, de vez en cuando ceba con agua fría de una botellita de Pepsi.

-Estoy podrido de comer arroz, hace una semana que venimos comiendo arroz- Juan Carlos comenta refunfuñante, no modula la voz por eso lo que dijo se entiende a medias.
-Míralo a Manolo- dice Víctor, señalando a un hombre que esta tirado en el pasto, a pleno rayo del sol, con gorro de lana y campera gruesa.
-Esta loco- agrega- bah, acá estamos todos locos-afirma sonriente.
-¡Arroz, arroz, seguro que hoy a la noche de nuevo!- Juan Carlos nunca escuchó lo que le acababan de decir, siguió pensando en la comida.

Juan Carlos convida uno de sus mates. Desde el banco, detrás del alambrado, ven la calle. Un camión toca bocina y una mano asoma por la ventana del vehículo, Claudio, sentado en un cajón de frutas y balanceándose de atrás para adelante, levanta la mano al grito de “¡colega!”. Es que cuando tiene la oportunidad recuerda sus días de camionero, suele contar sus viajes a los lugares más recónditos del país, sus infinitos encuentros cercanos con la ruta y también, cuando esta indignado, la injuria de su hermana, quien lo trajo a este lugar y nunca regresó. La putea por debajo mientras muerde del pedazo de pan que le sobró del almuerzo. Culpa de ella no pudo terminar de desarrollar la vacuna contra el gen que provoca el cáncer, porque, según dice, además de ser camionero, también fue médico experto en genética y metamorfosis.
Por la calle de entrada se asoma un patrullero. Víctor y Juan Carlos giran para verlo. Del auto policial se bajan dos uniformados y junto a ellos viene un hombre de rulos negros despeinados con una remera de Loma Negra.

-¿Ese no es el Pocho?- dice Víctor
-Si- le contesta Juan Carlos, monosílabo.
-Míralo vos che- dice mientras pisa el pucho para apagarlo.

Era la cuarta vez que el Pocho se escapaba por eso a nadie le llamó mucho la atención. Cuando tenía ganas se iba sin rumbo ni destino directo. Sin embargo, a los pocos días regresaba porque había perdido contacto con su familia y entonces no tenía lugar adonde ir. La policía, con la potestad obtenida por la orden de fuga, lo devolvía al lugar al que “pertenecía”.Mejor aún era la situación de Marcos, quien se iba los fines de semana a visitar una novia y el lunes a la mañana volvía para retomar su rutina de interno. A Marcos se le redactó la fuga 72 veces, pero esta nunca cumplió el plazo mínimo de cinco días para que sea buscado, porque siempre regresaba por su propia voluntad.
El Pocho saludó a sus compañeros y les comentó su situación. Había peleado en la guerra de Irak por decisión de Marilyn Monroe, pero al traicionarla lo mandaron de nuevo al Melchor Romero. Delirios místicos le dicen los psiquiatras, historias incomprobables, pero creíbles, para sus compañeros.
Entonces Víctor se levanta y dice que va para el almacén, allá puede manguear algún que otro pucho. Juan Carlos se para, entra a la sala y se dirige al comedor. Allí un par de internos miran el programa de cumbia sin decir una palabra, ni siquiera saludan al que acaba de entrar, tienen la mirada fija en el televisor, como perdidos en sus colores y sonidos.
Víctor sale caminando por la entrada central. Ya esta afuera una vez más. Es sábado así que no hay mucho movimiento en la avenida 520, solo un par de personas esperan el colectivo Oeste. En la semana hay mucho movimiento en esta cuadra, vendedores ambulantes y canillitas que buscan el mango del día.
El almacén queda en la esquina. Pero, para su desatino, lo encuentra cerrado. Protesta porque tendrá que esperar hasta mañana para volver a fumar. Decide emprender su regreso a la sala cuando, en el camino, se encuentra una mujer sentada en el cordón de la calle fumando. Casi por instinto se sienta junto a ella.

-¿Me convidas una pitada?- le dice Víctor, introvertido y dubitativo.
-No. Este es el pucho de hoy. No jodas- le contesta la mujer, una señora muy blanca con los ojos derramados, con un pañuelo en la cabeza y manos temblorosas.
-Si me convidas, mañana te convido.
-¡No!- contesta de manera rotunda la mujer, un poco histérica por la solicitud.

Resignado Víctor se levanta y se va, para problemas con las mujeres ya tuvo bastante con su ex-esposa. No alcanza a dar tres pasos que escucha que la mujer lo llama al grito de “vení che”. Cuando él se da vuelta, ella se levanta y se le acerca

-¿Cómo te llamas?- le pregunta inquisitiva
-Víctor ¿vos?
-Claudia, toma- le acerca el cigarrillo a la boca, el pucho esta casi consumido.

Víctor pita una, dos veces, le dice gracias y retoma su camino al saludo de un “nos vemos”, como diría un amigo, en su tradicional jerga futbolística, “la dejó picando”.
Y así fue. Al otro día, la Claudia, interna de la sala femenina, estaba esperando a Víctor en la puerta de la sala Menéndez. Él no se sorprendió, ella tampoco, era como si el encierro les hubiese clausurado los sentimientos.
Esta vez charlaron un poco, por algún motivo paradójico ninguno de los dos quiso fumar -la causa de su encuentro anterior ahora parecía vetusta-. Víctor contaba que era plomero y que, si bien ya tenía el alta, no se podía ir, ya que no tenía adonde ni con quien, todavía esperaba la llegada de sus hermanas que le habían prometido llevárselo de este aislamiento. Pero la charla se fue poniendo más tensa, ella empezó con preguntas y acusaciones algo posesivas “¿qué hiciste hoy?“, “¿Por qué no me fuiste a visitar?”, “Vos siempre lo mismo”. Víctor se sintió presionado, entonces sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo arrojó.

-Estamos a mano- le dijo desafiante. Luego dio media vuelta y volvió con Pucheta que por lo menos no lo acusaba de nada extraño y no lo forzaba con preguntas sin sentido.

A Claudia no la volvió a ver, porque al pabellón de las mujeres era imposible entrar, a menos que seas amigos de los guardias, pero ningún interno es amigo de un guardia.
Como aquella vez que, en frente de los niños y con inusitada violencia, le dijo a su cuñado que lo mataría a golpes, Víctor sintió que había echado todo a perder y que había sido su culpa. Su cuñado era un mal tipo que merecía un “apretón” por pegarle a su mujer, pero este lo terminó acusando y el hecho le jugó muy en contra. Pero la Claudia valía la pena, era diferente, aunque no hablaba mucho y no la conocía del todo, algo le trasmitía. Ya era tarde seguro. Era tarde para cambiar.

Se acostó a dormir la siesta porque afuera llovía a cantaros, el día soleado había pasado, su oportunidad también. Esa noche Julio, el enfermero, le suministró doble dosis de la medicación y lo maniató en la cama porque lo vio muy agitado y nervioso. Víctor, entre el efecto de los barbitúricos y el desamor constante de su existencia, se quedó perdido una vez más en el delirio del hospital. No lloró, no rió, no sintió nada. Es más no se acordó de Claudia, ni de sus hermanas, ni de su cuñado. No por su elección, sino por la del lugar que lo rodeaba. Un lugar para almas solitarias enclaustradas en lo indócil del inconciente. Si ya se, como el sol, solitario y distante de lo que pasa en este mundo, ajeno a esa gente que se auto-clasifica del lado efímero de la cordura, del lado insensato de la razón. A veces, me dijeron, es preferible vivir del otro lado.