jueves, 3 de enero de 2008

Confesión de un melancólico

“¡Juego!”, gritás mientras levantás la mano derecha. Sentís que sólo eso basta para poder participar de esa reunión amena en la que tanto te divertís. A continuación, tu destino lo decide el azar en un sorteo impredecible: “Sandía sandia tu serás un gran policía, melón melón tu serás un gran ladrón”. O quizás tu suerte dependa de las intenciones de otros: “Jugando al huevo podrido se lo tiró al distraído, el distraído lo ve… ¡y huevo podrido es!”.
Decís “¡pido!” y todo a tu alrededor se detiene, como si el tiempo dependiera de esa sola palabra. En ese segundo, las corridas se frenan y la paciencia aguarda mientras vos te atás los cordones. Todos te esperan, nadie te apura. Luego, el juego continúa.
Si sos habilidoso, podés salvar a tus compañeros de aquella penitencia insufrible de tener que contar, o de estar en la cárcel con máxima vigilancia. Depende de vos.
En la intemperie, todos son iguales, aunque uno siempre es curioso: alguien me dijo que la “mancha venenosa es el primer contacto con el sexo opuesto” y yo le creí. Si de contactos hablamos, ¡quien no haya jugado nunca al doctor con la vecinita o con la prima que tire la primer piedra! Aunque cuando uno crece, la botellita simplifica mucho las cosas; el giro de la botella decide por vos y el beso llega inesperado.
Cansado llegás a tu casa. Parece que el Tamagochi está muriéndose de hambre y tu mamá te recuerda que anoche ese aparatito la despertó tres veces. Después del nesquik, prendés el family. El Islander, el Pacman o el Mario son tus juegos favoritos. Si Einstein dijo que la vida era una sola, los hermanos plomeros se encargaron de refutar esta teoría miles de veces. En cambio, las mujeres juegan con las barbies. Hoy, hay quienes reconocen no haber tenido ninguna y quienes testifican que prefieren jugar con Ken. Sobre gustos no hay nada escrito.
Otro día pasó. Antes de irme a dormir, escribo en una pared que encontré por ahí, que no tuve infancia y que me emborrachaba escuchando Charly García. Mentira. Extraño cantar: “¡Mambrú se fue a la guerra… que dolor, que dolor, que pena!”. La melancolía me esta matando.

Yendo de la cama a la realidad


Martes. Siete y media de la mañana.
De un golpe, la apago. Esa alarma estridente, la odio. Siempre me roba el final del mejor sueño. Poco le importa a ella, triste melodía monofónica, arrancarme de la más pura expresión de mi inconciente. Sé que su sonido volverá. Por eso, mientras lo espero, me refugio entre las sábanas, hundiéndome en la profundidad de la catrera.
Entonces, ella despierta antes que yo. Antes de que pueda abrir los ojos, resurge de su breve letargo nocturno para recordarme lo insano que estoy. Esa, mi voz. Siempre tan altiva. También la odio -comprenderás que a estas horas de la mañana cualquier cosa, por más mínima que sea, es digna de mi odio-.
Mi perspicaz voz me presiona con argumentos típicos, que la hora, que la responsabilidad, que se te va a pasar el colectivo, que siempre la misma modorra. En cambio, trato de volver a imaginar en donde estaba, trato de volver a ese extravagante paisaje de mi mente para hacer todo aquello que despierto no me dejo hacer. O no me dejan a hacer. O no hago. Por cobarde quizás. Por miedo también. Por eso, disfruto soñar, porque no hay límites. Porque la fantasía resulta más atractiva que la rutina, que el café a la mañana y la caminata hasta la parada y de ahí a la facultad. El sueño no es tan efímero si te ponés a pensar, es más coherente que la realidad. No tiene tantos obstáculos y laberintos, es más directo y conciso. Y agradable, obvio.
Miro el reloj. No alcanzo a comprender como pero ya son menos diez. Me levanto de un salto, corro al baño. No hay tiempo para café, ni para desayuno. Si no me apuro llego tarde. No hay tiempo para soñar. La rutina me golpea otra vez cuando salgo a la calle corriendo. Puta, mi voz me lo advirtió. Mañana le hago caso. Supongo.

La Escafandria

Es la cápsula incomprensible de soliloquios atemporales cercanos a la conciencia. Es la invisible parte del fango cibernético o, quizás, la búsqueda de algunas palabras alternativas, lejanas del hedonismo posmo y de la alienación recurrente en la que fluye nuestra existencia.

Bienvenidos a este espacio circunstancial, efímero y volátil cuyo único fin es la nada.