viernes, 13 de febrero de 2009

Ahicito nomás - crónicas norteñas I -


Quijotes

-Buenas, déme una botella de agua mineral y un vino Toro, por favor.

-Como no. ¿El vino lo prefiere frío o al natural?

-Mmm, frío...déme uno frío mejor

El almacenero se pierde en el fondo, desaparece detrás de los paquetes de coca y bica, dos elementos fundamentales para ganarle de mano al apunamiento. Son las cuatro de la tarde y, afuera, el sol aplasta a quienes no están acostumbrados a sentirlo tan de cerca. Las calles de Humahuaca son casi un desierto, a lo lejos la tierra silenciosa se mezcla con los cardones que vigilan la quebrada. Distintas son las pocas cuadras del "centro". Allí, como escamas de piedra en el suelo, los adoquines conforman las callecitas donde los turistas compran recuerdos baratos en la feria o escuchan a niños recitar coplas a cambio de alguna que otra moneda. Al turista lo conmueven esas estrofas, pero sólo van a ser un recuerdo más para contar cuando se encuentre de nuevo en la comodidad de su jungla de cemento.

-Disculpa, ¿el vino es para Raúl?- arriesga el almacenero, claro adivinador de itinerarios ajenos, mientras camina hacia el mostrador.

-Si, es para Raúl, claro- responde confundido uno de los pibes, escondido debajo de la mugre de una gorra de la Warner Bros.

-Ah, porque a Raúl le gusta al natural el vino.

Ambos sonríen, cómplices, sabiendo lo obvio.

-Como ud. diga entonces. Gracias por el dato.

Los pibes pagan y se retiran. Toman del agua, pero el vino espera. Si bien sus noches estuvieron empapadas de tinto - y no es exageración, ni alegoría al ritual etílico- esta vez el tetra dulzón y amigable es el presente para un viejo sabio.

"Se van a dar cuenta, es distinta", les habían dicho sobre la casa que andaban buscando. Y ahí estaba nomás, a dos cuadras de las escalinatas, en el barrio Independencia, el único castillo de adobe donde el bufón es rey.
Golpearon. La puerta triangular de doble pliego estaba abierta a la mitad y por el espacio visible se asoma su morador: Raúl Prchal.

Él mismo se compara con el Quijote, y la analogía no es vana, ya que su aspecto físico es la fiel imagen que uno construye en su mente del Hidalgo cervantino. Su pelo largo y barba emblanquecida fueron testigos de mil y una andanzas; que España, que Marruecos, que carreras universitarias burguesas, que Humahuaca. Punto aparte. Ahí comenzó su larga estadía en la quebrada, donde finalmente se erradicó y fundó Huayra Huasi -Sociedad de Responsabilidad Ilimitada- una comunidad con fundamento anarquista que abre sus puertas a cualquier viajero, improvisado o no.
Sin más preámbulos el épico vagamundo los invita a pasar.

El rancho es pintoresco por lo extravagante, hediondo para los amantes de la pulcritud. Tras cruzar el ¿living?, de apariencia pestilente y de una oscuridad medieval, Raúl se sienta en la cocina. Las paredes son un collage de frases surrealistas ("La realidad no existe"), de graffitis/proverbios regalados por mochileros y de humedad de antaño, donde una redentora escultura -hecha por el propio Prchal- resalta por sus colores amarillentos y su metáfora combativa. Desde un estante a media altura los observa Jeny, una blonda muñeca decapitada que también es anfitriona en este palacio rudimentario.

Los visitantes se sientan en sillas improvisadas de caños y maderas. Observan el movimiento, van y vienen personas, habitantes provisorios de esta cofradía. Como en la cueva de la Salamanca se mezclan varios prototipos de viajeros bohemios, aunque falten los duendes y diablitos.
Entonces Raúl, poeta y escritor narcisista, les ofrece sus libros, ediciones manuscritas con tinta china o fotocopias con tapa de tela. Su precio es accesible, y la venta no es contradicción a su teoría de vida: ni un anarquista lumpen regala su fuerza de trabajo. Para ahorrarse preguntas innecesarias, el Dalí humahuaqueño les muestra su biografía, una extensa cronología de desventuras en busca de su lugar en el mundo. (¿Acaso no es lo que buscamos todos?). El primer vaso de vino pasa desapercibido por su garganta y da inicio a una charla errante que va desde la literatura de Keroauc a la desobediencia civil de Thoreau.

Sin embargo la mesa beatnick se ve interrumpida por la aparición de Rufina, la célebre reina del alcázar de barro. Ella, tilcareña de sombrero de paja y mirada obnubilada, tiene poco de cuentos de hadas y, mientras se tambalea para mantenerse en pie, saluda con el tinto en alto a los recién llegados -aquí la celebración del vino sorprendería al mismísimo Dionisio-. Detrás de ella llega un salteño con una guitarra criolla a cuestas que comienza un arpegio melodioso.

“Una vidita tengo,

dos quisiera tener,

una pa´ de vez en cuando

y otra pa´ permanecer"

Recita Rufina, con un acento bien norteño, para acompañar con su voz la payada improvisada. Sus coplas vienen bien, dan un aire folclórico a tanto popurrí intelectualoide.

La velada dura unos minutos más hasta que Raúl se levanta para buscar su pluma, instrumento con el cual dejará sus dedicatorias finales a sus últimos clientes.
Los pibes, curiosos, recorren el resto de la casa brevemente. Cruzan el pasillo decorado con botellas de vidrio vacías y desembocan en el patio que hace las veces de camping rústico. Una bruja de metal y un cuasi-escenario vacio son parte del paisaje del fondo, donde también hay un baño -“en condiciones higiénicas apropiadas” explica el jujeño conserje, que mastica su “acusi” e irradia un olor, mezcla de coca y alcohol, que derrota a narices entrometidas-.

Así, satisfechos con su breve estadía en el mundo anárquico, saludan y prometen volver algún día. Raúl, asentado en su recoveco neolítico, desde el trono de madera roída, los despide.
Ellos salen de nuevo al caluroso exterior, donde el sol los enceguece con un uppercut a los ojos. Tienen las suelas cansadas y dislocadas las neuronas. Son conscientes de que les falta un largo trecho para encontrar su propio castillo, pero están seguros de que es posible vencer a los molinos de viento.