lunes, 18 de febrero de 2008

Bulevar

Esas falsas estrellas iluminan mi andar. La traición de una baldosa floja quedó pasos atras.
Estoy ahí, parado en el bulevar, observando nomás. 7 y 42 , en el medio de esa vorágine, de esos coches que -a mi derecha y a mi izquierda-cortan el aire cual si fuesen filosas guillotinas jacobinas.
Pienso qué pasaría si salto al encuentro de esos autos. ¿Velocidad imprudente la suya? Imagino mi cuerpo deshaciéndose con el primer impacto, la sangre en el piso y en el tren delantero. "No debe doler", argumento, cómo tratando de darle una excusa racional a mis pensamientos irracionales. Supongo que las miradas incomprensibles de la gente curiosa no se harían esperar, atraídas por esa tragicómica escena ineludible.
Me gusta la idea -aunque me exaspera mi cobardía- de querer probar el dolor fugaz, de saltar hacia mi propia muerte. Me acuerdo la otra tarde cuando nos acostamos en la cornisa y miramos hacia abajo. Los autos como de juguete, el cielo a nuestro alcance. Una sensación de vértigo hacía que mis dedos tiritaran, pero al mismo tiempo sentía la imperiosa necesidad de arrojarme al vacio y dejarme caer como una bolsa atrapada en el viento. ¿Te acordas? No, seguro que no, como siempre ya te olvidaste. La no tan simple dicotomía de vivir o morir se convertía en una elección para mí, en ese entonces.
Sin embargo esa disyuntiva regresa de vez en cuando. Como ahora, en el bulevar, mientras una curiosidad extraña me paraliza, mientras estoy solo con la vida en cuentagotas. Una existencia que duele, donde las bocinas agonizan. Si me trajeron a este mundo sin consultarme, sería lógico que sea yo quien acabe con mi existencia. Poco me importa el posible conductor, a quien voy a convertir en inocente homicida. Él no tendría la culpa de mi decisión pero si sufriría mi impericia, y sentiría, en carne propia, la desdicha.
Es mejor arder que desvanecerse dijo Cobain, siempre comprendí que mi final debía ser así. Pero no, estoy estacado al piso. Hasta que te veo enfrente, en la esquina. Me saludas de forma hipócrita como siempre lo haces y sonreís. Fingiendo, lo noto en tus ojos. Risa tonta y odiosa. En ese momento representas todo lo que odio: la soledad en este puto mundo superpoblado, en este desierto multitudinario, la locura de antaño que -involuntariamente- aprendí a reprimir y el miedo. El miedo. Ese que me pisa los talones cuando estoy cuerdo, que deambula de noche cuando no me puedo dormir, que me acaricia suave cuando el futuro depende de mí.
De este lado estoy yo, un manojo de sentimientos deprimentes, un estropajo refugiado en tu inclemencia. Allá estas vos, pura belleza que oculta lo más cruel. Me ves morir desde que nos vivimos, me ves perdido desde que nos encontramos. Darte la espalda sería confirmar una vez más el terror que siento, esperar a poder cruzar sería rendirme a tus pies.
Por eso salto, al encuentro de esos vehiculos voraces, al choque seco y mortal, porque soy yo quien decide por primera y última vez.
El tránsito se detiene. Las bocinas callan, al igual que las pulsaciones.