domingo, 6 de diciembre de 2009

La metáfora del payaso y la mujer barbuda

Cuando la caprichosa luz de la mañana atravesó las lonas de la carpa, el payaso Bonifacio despertó con una sensación amarga en el pecho y, aunque creyó que era causa de un mal sueño, le bastó con abrir bien los ojos para comprender que Esmeralda se había ido, dejando a su lado una triste silueta en el colchón de aserrín que alfombraba el piso. De la noche anterior, sólo recordaba haberse dormido a la vera del torso desnudo de la mujer piel de durazno. Aún confundido y obnubilado, se levantó de un salto y comenzó a buscarla entre los recovecos del viejo circo. Afuera, el sol brillaba burlándose de su sonrisa despintada.

Corrió hasta la casilla de Esmeralda, ubicada en la parte posterior de la carpa central, entre árboles de gruesos troncos y begonias transparentes. Abrió la puerta de chapa con un golpe que sonó seco y oxidado. El cuarto tenía la impecable crueldad de los lugares vacíos; no había rastros de sus vestidos multicolores, ni de sus pelucas de cotillón, ni de sus brillosos tacos aguja. Sólo quedaba, pegado al lado del espejo circular, un cartel amarillento que la aclamaba desde sus doradas letras gigantes: “¡Conozca a Esmeralda: la increíble mujer barbuda!”. El cartel le trajo los recuerdos de su amorío casi adolescente, tanto así como el sutil aroma a tabaco y miel que todavía flotaba en la casilla. Salió del lugar cerrando lentamente, como una suave y temida despedida.

Muy a su pesar se dirigió a la jaula de los leones, donde Phillip, el domador, ensayaba las piruetas con sus desgarbados felinos. Phillip, de bigotes finos y pelo engominado, se había ganado el odio de todos los payasos por creerse superior en el espectáculo. Era un tipo tan soberbio que, aunque no estuviera actuando, creía que los aplausos estaban dirigidos a él. Entonces, frente al espejo, sonreía con su reluciente dentadura equina y repetía “gracias, gracias, público querido, yo sé que anhelan mi presentación”. Aquella mañana, luego de que Bonifacio le preguntara por el paradero de Esmeralda, él se rió a carcajadas, con un dejo burlón. “Amigo, amigo, si yo fuera mujer también te dejaría” sentenció mientras sostenía el aro por el cual saltaban los leones semi-pelados.

Al llegar a la carpa donde practicaban los malabaristas, Bonifacio todavía llevaba puesto el disfraz: un saco azul agujereado, una chillona corbata floreada y unos zapatones de cuero ficticio. Su rostro era el reflejo de una mañana agónica. Incluso fantaseó que el mundo le estaba haciendo una broma cuando Jenny y John, los malabaristas, lo recibieron con glacial indiferencia. Los dos, vestidos con calzas grises y musculosas azules, continuaron lanzando pelotitas al aire haciendo oídos sordos a sus preguntas. Ahí estaban ellos: dos cuerpos escultóricos, dos muecas de telgopor moviéndose lentamente en la sórdida mañana de otoño. Fue uno de esos traidores flechazos mentales el que hizo sonreír a Bonifacio al imaginar que había visto a Esmeralda desfilando allí con su silueta de gacela, emperifollada en su vestido escarlata y con ojos de frambuesa sobre la barba de tres meses. Se alejó de allí en un pestañeo, dejando atrás el roce de los pies descalzos en las colchonetas.

“Oye, ¿qué haces que no estás ensayando tu rutina?” lo increpó Ruthmore, el obeso dueño del circo, mientras caminaba hacia él con un andar pesado y lento, como el de una morsa. “¿Acaso no ves que te pago por esto, eh?” agregó con el vozarrón podrido de otra noche de alcohol. Bonifacio, con un optimismo moribundo, consideró oportuno preguntarle por el paradero de Esmeralda, él tendría que saber… “No la he visto. Da igual, ya conseguiremos otra mujerzuela que se deje la barba” le dijo palmeándole el hombro y mostrándole una falsa sonrisa amarillenta fiel a sus muecas de patrón. “El mundo está lleno de esas mujerzuelas” agregó el viejo, exhalando un hedor de nicotina difícil de olvidar.

Así, antes de dejarse vencer por la angustia de las despedidas inesperadas, el payaso quiso creer que el único indicio que ella le había dejado era una orquídea blanca que solía utilizar entre sus cabellos de bronce y que ahora, en cambio, reposaba inmaculada en el barro y el pasto húmedo de la boletería, tan solitaria como una rosa en el desierto. La guardó en su polvoriento saco con un gesto delicado, luego de envolverla en papel tissue. Caminó cabizbajo, alejándose del circo para no volver jamás. Por mucho que le costara vivir sin los aplausos y las risas del público, llegó a convencerse de que toda la parafernalia de trapecios y domadores ya no valía la pena. Todo daba igual.

Incluso, durante los días posteriores, la realidad le pareció algo menos interesante. El fragor de la carne trémula de los burdeles le pareció una mera ficción de aquellos revolcones entre el aserrín de los elefantes, los tragos de ron le sabían a poco frente el sabor de los labios de algodón y ni siquiera el refugio nocturno de la piel colombiana le brindó una salida, en cambio fue un abismo, uno más en las esquinas de su alma.

Sólo le quedó -acaso como un tesoro sin sentido o un mecanismo de defensa- el recuerdo de los domingos al sol, de las manzanas acarameladas y las funciones repletas, de los encuentros fugaces en la kermés de Merlo y la cadencia de una mujer barbuda que se iba esfumando con el trajín de los días, lo que había sido una hoguera y ahora, cenizas.

Sin embargo no se sorprendió al verla, una fría mañana de invierno, cuando su vida artística ya era un capitulo pasado, estampada en la tapa de la revista “Vanity Fair”. Y ver que ya no llevaba la barba que la volvía únicamente hermosa sino un rostro lechoso, casi lampiño, y tampoco el pelo de bronce, sino un rubio ficticio, como una peluca de fantasía. Y en vez de su disfraz escarlata, llevaba un vestido ínfimo, tetas de silicona y labios de colágeno. Allí, en su pedestal de papel, tras la máscara de un cuerpo plástico, Esmeralda simulaba ser otra. Al igual que Bonifacio, que hacía años que trabajaba varias horas por día, trajeado y correcto, en la oficina de Correos, oculto en el velo de la rutina laboral, en el disimulo en las oscuras servidumbres modernas, allí donde los recuerdos de las risas circenses solo son una orquídea marchita en un saco azul de payaso.

jueves, 8 de octubre de 2009

Hermosas flautas de barro


La última vez que vi a Brian fue en un inmundo bar de Park Avenue. Las moscas revoloteaban en las lámparas y el aire apestaba a cigarrillos baratos. Brian tenía los ojos rojos desorbitados y tomaba whisky de a largos tragos. Llevaba un suéter negro cubierto de pelusas y decía cosas como que él no consumía drogas, sino que ellas lo consumían a él. Brian solía bromear con esos temas, de modo que sonreí de compromiso, aunque hubiera preferido no hacerlo.

Aquella noche lo encontré de casualidad. Yo había intentando ponerme a escribir algunas líneas en la vieja máquina pero desistí cuando se me antojó un trago. Deje mis lentes sobre la mesa y me puse el gabán negro. Mire el reloj. Tres y media. Al salir, caminé en medio de la niebla hasta encontrarme con “Lloyd´s”. Nunca había estado en aquel bar de mala muerte. Por eso me sorprendió tanto verlo a Brian allí. Lo había conocido hacía unos meses, en una entrevista sobre Their Satanic Majesties Request que escribí para el periódico local. La crítica odiaba ese disco. Decían que era una copia bastarda de Sgt. Peppers. Brian pensaba que los críticos eran unos idiotas. Desde luego que tenía razón.

En esos lejanos días, Brian salía con Anita. Ella era una desconocida muñeca italiana en los Estados Unidos. Había venido a probar suerte en el cruel firmamento de Hollywood. Muñeca, así la llamaba Brian. Me acuerdo que una vez me habló de su cabello, de su sedoso cabello rubio. En “Lloy´ds” decidí no preguntarle por ella. Anita todavía era una herida abierta. Como tantas otras.

Cuando entré al bar, camine hacia la barra. Un par de borrachos yacían dormidos allí. Mire hacia las mesas del fondo, donde apenas llegaba la amarillenta luz del lugar. Lo reconocí de inmediato. Llevaba el pelo rubio más largo y desprolijo que de costumbre. Ya no tenía ese corte al estilo príncipe del medioevo. Sonrió cuando me vio. Ya en su mesa, me ofreció de su Ballantines. Si no había Ballantines no tomaba whisky. Pero siempre algo tomaba. Hablamos un largo rato. Entre la nube de humo vi que el dueño del bar echaba a los borrachos a patadas.

–Vamos por diferentes caminos. ¿Entiendes, Phil? – señaló con un tono de voz cercano al susurro – Ni siquiera quería que yo toque la citara en Paint it Black. Luego fue un éxito. En lo de Ed Sullivan nos aplaudieron de pie. Si le preguntas ahora seguro te dice que fue idea suya…

Era raro oírlo hablar tan despacio. Las pocas veces que lo escuché hablar de los Stones –y de Mick- él había terminado a los gritos. Salvo aquella noche en el bar.

Mientras lo veía tomar, recordé la vez que se pelearon con Keith. Brian me había invitado a verlos al club. La pelea fue después del show. Por lo de Anita, claro. Brian no lo pudo soportar y le pegó una trompada -jamás había visto una trompada con esa fuerza- en la mejilla izquierda. Me sorprendió. Ese flaco que hacía canciones melosas y no podía matar ni una mosca le había dejado el ojo morado a Keith de un tremendo piñón. Luego se tomó un taxi de inmediato y se esfumó.Al llegar a su hotel en Firm Square, Brian tomó hasta el último gramo de ácido que encontró en sus maletas. Quería olvidarlo todo. Lo logró. Al menos mientras duró el segundo de psicodelia. Su cuarto era un caos. Había botellas volcadas por doquier y la ventana estaba abierta. Creo que era Bob Dylan el que sonaba a todo volumen en el tocadiscos cuando, al otro día, lo encontré dormido en calzones en el sillón de cuero negro. Afuera nevaba. Brian era asmático. Entonces tuve miedo, mucho miedo. Era lógico. Pero él se rió a carcajadas cuando le conté de mi preocupación.

– ¿Sabes qué es lo peor, Phil? Ya no me siento parte de los Stones. Y yo los cree. Es extraño. A veces quiero dejar todo a la mierda…– me dijo en el bar, luego miró hacia al costado y se mordió los labios antes de suspirar – ¿Has estado en Marruecos? Allí es distinto. Es otra concepción de la música. Son flautas de barro. Hermosas flautas de barro. No hay canallas como Andrew Loog Oldham­ –y sonrió casi tímidamente. Andrew, el manager, le había rechazado varias canciones suyas. Siempre había preferido las firmadas por Jagger-Richards.

Sus canciones como solista eran desconocidas. Él presuponía que eran basura, por eso rara vez alguien supo de ellas. Una noche en Kentucky, entre borracho y dormido, lo escuché tocar una melodía de flauta con sus dedos flacos como ramas. Era una cancioncita similar a Ruby Tuesday. Se sorprendió cuándo le pregunte de quién mierda era esa melodía genial. Luego me quede dormido, escuchándolo como a un encantador de serpientes. Sucede que Brian se sentía cómodo con cualquier instrumento. No le gustaba encasillarse, ni en la música, ni en la vida. Por eso decía que sus guitarras eran como sus chicas. A veces le daba ganas de tocarlas, a veces de dejarlas al carajo.

- ¿Sabes qué voy a hacer, Phil? Irme a Marruecos. Ya no me importa la grabación del condenado disco. Se pueden ir todos al infierno – y tomó del vaso hasta dejarlo vacío. Luego se levantó de su silla y se despidió de mí con un hasta luego. Tras la ventana, vi que se tomaba un taxi rápidamente. Igual que la noche que había golpeado a Keith. Me quede sentado, no intente ir tras él como aquella vez. Creí que estaba en lo correcto.

Es que siempre me había sorprendido su voluntad de decisión. Cuando sus padres insistieron en que fuese arquitecto, Brian se fue de casa y empezó a tocar jazz en los suburbios de Cheltenham. Cuando su carrera se había estancado, conoció a Mick y a Keith -dos flacuchos adolescentes que apenas tocaban- y les propuso alquilar un departamento hediondo de Melbourne Street y no salir de ahí hasta tener un disco bajo el brazo. De ese experimento salió The Rolling Stones. Finalmente, cuando se pudrió de ellos, decidió irse a Marruecos a tocar con los músicos de Joujouka.

El inmundo bar “Lloyd´s” se sentía más vacío. No creí que volvería a escribir como tenía pensado. Entonces recordé aquella pregunta que le hice cuando lo conocí en la entrevista. Fue en noviembre en los estudios de Abkco. Todos estaban felices por el nuevo disco. Presumían que le banda había tomado un mejor camino musical.

- Oye, Brian ¿quieres ser famoso?- pregunte con el anotador en la mano cuando escuchábamos Citadel.

- Si, quiero ser famoso. Pero no quiero llegar a los treinta años -me respondió con una sonrisa de niño. Tenía veintiséis en aquel entonces. Brian siempre cumplía su palabra.

sábado, 26 de septiembre de 2009

“La gente que quiere cambiar el mundo pierde el tiempo”

Entrevista a Josefina Licitra

Considerada una de las exponentes del nuevo periodismo argentino, Licitra habla de sus éxitos, sus pasados y sus proyectos. Crónica de una cronista escéptica.

Son las once de la mañana en Palermo. En el café Delicity todo parece decorado por un ama de casa quisquillosa: los colores pasteles en las paredes, los manteles a cuadros sobre las pequeñas mesas de madera y la vajilla tan blanca como los delantales de las camareras. Ubicado en la esquina de Sánchez de Bustamante y Güemes, el café tiene grandes ventanales que dejan ver a los transeúntes apurados ante la inminente lluvia, incluso algunos precavidos ya sostienen paraguas y capuchas sobre sus cabezas. Adentro, se respira el aroma a medialunas mientras ella revuelve el cortado que humea en el pocillo con una parcimonia de sala de espera.

-Yo no sabía lo que era una crónica hasta que gane el premio de la Fundación García Márquez.

-¿Cómo que no sabías?

-No sabía lo que era la crónica. Yo siempre escribía como a mí me gustaba, después me entere. La manera en que escribí Pollita en fuga surgió a partir del editor de la Rolling Stone, que me dijo “no tengas miedo de poner diálogos directos y situaciones de conversación. Vos anímate a hacer lo que tengas ganas”. Después el fotógrafo que trabajó conmigo me dijo que la presentara en el Premio de la Fundación y yo la mandé por Internet sin demasiadas expectativas. Entonces, cuando me entere de que había ganado, me puse a leer inmediatamente sobre crónica para no hacer papelones. Imagínate si en Colombia me preguntaban: ¿qué es la crónica para ti? –dice imitando una tonada caribeña- ¡y yo ni sabía! Así que me puse a leer y estuvo bueno enterarme qué era lo que me gustaba hacer. Ahora sé que son crónicas.

La que habla es Josefina Licitra, periodista. Su labor es complejo: transcribir lo indescriptible del mundo real a una hoja de papel. Y lo hace de una forma excepcional. Según el suplemento cultural Babelia del diario español El País, Licitra es “una de las voces más audaces de la crónica en Argentina”. De hecho, su labor periodística le valió el mayor reconocimiento a nivel latinoamericano. En 2004 recibió el Premio de la Fundación de Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez, por su crónica Pollita en fuga -la historia de Silvina, una chica de 15 años líder de una banda de secuestradores- publicada en la versión vernácula de la revista Rolling Stone.

-¿Gabo? Es un amor el viejito…–responde cuando se le pregunta sobre el escritor colombiano que le entregó el galardón- Me acuerdo una vez que almorzamos con él y se reía de que la mujer lo tenía cagando.

***

Josefina tiene ojos negros, el pelo oscuro ondulado que le roza los hombros flacos y la sonrisa torcida, como si la comisura del lado derecho estuviese más arriba que la de la izquierda. Esto es parte del “problemita” -así lo llamaban sus padres- por el cual tuvo que soportar varias visitas al quirófano. Para ella el haber nacido con la oreja derecha sin terminar, con uno de los maxilares más corto que el otro y con el ramal nervioso del rostro funcionando en un cuarenta por ciento de sus posibilidades, significó cuatro operaciones en diecisiete años.

- ¿Las operaciones a las que te has sometido son la causa de que la temática del cuerpo sea una constante en tus crónicas?

-No sé si es una constante, pero sí, en la cuestión más personal algunos escritos tuvieron que ver las operaciones que tuve de chica, también el haber tenido un hijo. Esas transformaciones y marcas corporales fueron convertidas en relatos. Me parece que puede haber relatos bellos –cuando digo relatos incluyo a la fotografía también, no lo limito a lo textual- que muestren una situación de belleza más allá de los parámetros establecidos por la estética. Algo que no es naturalmente bello, se puede volver bello a través de un relato. Por ejemplo lo que hizo Gabriela Lifftschitz -la fotógrafa que se autorretrato desnuda resaltando la mutilación en su seno izquierdo- , tiene una carga poética muy fuerte. Ella no sólo se encargó de las fotografías, sino de la iluminación y los textos y produjo algo shockeante pero bello.

En cuanto a las cosas que pude escribir sobre mi cuerpo, me sirvió como una especie de catarsis, tuvo algo de liberador aunque ese no era su primer objetivo. Me pareció interesante hacer una crónica del yo, como ¿qué puede contar uno hablando sobre sí mismo? sin hacer algo condescendiente del tipo de “¡qué bárbara estoy!”. En este caso quería hacer una crónica de mí misma y aunque suene esquizoide quería desdoblarme. Fue interesante y doloroso a la vez. Sin embargo creo que el haberlo pasado al papel significó minimizar ese tema, porque las cosas realmente terribles uno no las puede ni nombrar.

Pero las marcas de su vida no son sólo corporales. También son invisibles. Josefina vivió sus primeros años en La Plata en plena dictadura militar y sus días eran un constante huir de la represión. Junto a su madre, una veinteañera de militancia universitaria, fueron presas de ese itinerario sin brújula que tantos argentinos padecieron.

-Nos tuvimos que mudar varias veces de los lugares donde vivíamos, irnos de casa, porque era muy riesgoso. Mi vieja me cuenta que se pasaba días enteros viajando en micro, de terminal en terminal o de tren en tren para pasar el tiempo porque no podía parar en ningún lado, así que me daba de comer en las plazas. Mi viejo sí, siguió militando para el trostkismo. Por las noches dormíamos en la casa de algún amigo. Era una vida muy itinerante, sin pasar mucho tiempo en ningún lado. Además ellos estaban re preocupados, sus mejores amigos empezaron a desaparecer, por eso mi viejo se exilió, primero en Montevideo y después en Madrid.

Ella habla de su pasado con total naturalidad. Quizás porque aquellos años ya resultan lejanos. “Además no teníamos un mango” asegura mientras rompe con sus dedos finos y largos el sobrecito de azúcar que vuelva hacia el pocillo.

-No es que éramos pobres y quiero hacer una tragedia del tema, pero mis viejos eran muy jóvenes y nunca contaron con la ayuda de sus padres -rememora Licitra sin ánimos de teñir de miseria su historia familiar-. Me acuerdo que un día mi vieja me fue a buscar a la escuela y había llevado una Lola, una golosina de ese momento, y yo me acuerdo que no la quería, no se por qué, entonces ella me dijo “¡no me tome el colectivo para comprarte esto!”. Estaba muy enojada. Después la tiró arriba de un placard y estuvo un mes ahí, para que yo supiera valorar.

Lo que sí valoraba Josefina eran las letras. Empezó escribiendo ficciones y cuentos cercanos a lo literario. Pero durante su adolescencia, fue su profesora de lengua la que le marcó el camino de la escritura y le recomendó que leyera la revista cultural La Maga. Licitra recuerda que allí encontró el aviso de la Escuela de Periodismo TEA, que resultó ser la excusa perfecta para estudiar una carrera que le permitiera desarrollar su pluma.

A partir de allí todo fue una escalada en el mundo periodístico. Con sólo veinte años ya formaba parte de la redacción del diario Clarín. Trabajo también como periodista independiente de medios nacionales como Rolling Stone, Veintitrés y Lamujerdemivida, e internacionales como Soho, Etiqueta Negra y Gatopardo. Actualmente forma parte del staff permanente del diario Crítica de la Argentina, en la sección Sociedad. De vez en cuando, concede crónicas o soliloquios a sus lectores. Generalmente en forma de contratapas. Ellos le agradecen a su manera:

artte s sano - 40 años – dice: Josefina grasias, por fin una gota de umanidad en medio de tanta basura, no me refiero al diario sino a la puta realidad que no deja grieta de luz, pero hasi son las cosas. cuando menos lo esperas en el decierto hay una rosa.”(27/08/2008)

***

Son más de las doce del mediodía. En un segundo el café Delicity se convirtió en un desierto de pocillos y diarios abiertos sobre las mesas. Ni las pálidas camareras asoman detrás de la barra. Ellas quizás están almorzando en la cocina. Noto que no hay ni una arruga en el rostro de Josefina, su piel parece suave como la seda. Afuera, las gotas de lluvia resbalan por los ventanales que dan a Sánchez de Bustamante.

- También escribís mucho sobre el paso del tiempo. Más que nada sobre los distintos estadios de la vida, sea la niñez, la adolescencia o la vejez…

- Sí. Ese es un tema muy recurrente que me despertó interés a partir de la llegada de Joaquín –su hijo, cuatro años hoy en día-. ¿Viste que se dice que los chicos vienen con un pan bajo el brazo? Bueno, ¡en realidad vienen con un reloj! El tiempo empieza a correr de otra manera, más rápido. Por ejemplo, pienso que cuando Joaquín tenga veinte años, ¡yo voy a tener como cincuenta! Y ahí yo aparezco vieja… Sí, es verdad. Tengo como una obsesión sobre cómo me va a alcanzar la vida para hacer todos mis planes. Además uno es conciente de que la muerte sucede. Entonces trato de medirme porque si fuese por mi escribiría siempre sobre el tema del tiempo.

El tiempo suele ser perturbador para los que conviven entre las letras. Es Julio Cortázar, en “Deshoras”, quien define a los juegos del tiempo como “un billar de carambolas” y reivindica el hecho de la no coincidencia en el tiempo, de los destinos que pasan uno al lado del otro sin encontrarse. Son esas peripecias de las deshoras las que conforman las contradicciones de la vida.

En el caso de Josefina Licitra, la no coincidencia en el tiempo viene de una visión negra del mundo en franca contradicción con la militancia política -¿utópica?- de sus padres. Dos generaciones antagónicas, dos visiones políticas, en un mismo seno familiar.

- Lo interesante es que vengo de una tradición política muy fuerte: mi viejo fue trotskista toda su vida, se tuvo que exiliar durante la dictadura en Madrid, pero yo veo un partido de izquierda y me da risa –dice Licitra con un rostro parco, no le causa gracia su escepticismo-. Es así, soy tan negra y pesimista con los partidos políticos como con el resto del mundo en general.

- Sin embargo, la crónica es una forma política de escritura. Eso dice Martín Caparros. Es una forma de darle voz a los que no la tienen, una forma de cambiar las estructuras de poder desde el periodismo.

-Sí, pero no comparto esa visión. Yo descreo de la gente que hace algo para cambiar el mundo. Creo que la gente que quiere cambiar el mundo pierde el tiempo, porque nada va a cambiar. De modo que esa no es mi intención cuando escribo una crónica. Para mi la crónica es una forma de contar una historia con herramientas narrativas. Nada más. Tengo una mirada muy fría del tema, lo que no quiere decir que no me comprometa emocionalmente cuando hago algunos trabajos. A mí lo que me interesa es contar una historia y contarla de la manera más completa posible, por ahí eso tiene como consecuencia un cambio, como un efecto colateral, pero yo no lo hago pensando en cambiar algo, lo hago porque me interesan los relatos de no ficción. Es algo más personal y menos grandilocuente. Eso no quita que después ayude a modificar la opinión pública sobre ciertos temas, destigmatizar algunas cuestiones. Es decir, la crónica puede generar un cambio, pero no es lo que yo busco.

-Quizás, aunque no te lo propongas en primera instancia, terminas generando un debate...

-Sí, está bien lo que decís. Pasa que yo me preocupo por recrear una escena, que el lector se “haga la película” de la temática que estoy tratando. La crónica es un placer literario que se da el periodista, es contar un cuento con datos reales. Porque el periodismo es un oficio muy cínico: cuando hice las notas sobre Romina Tejerina, Silvina -la quinceañera de los secuestros- y sobre la trata de blancas, a mi lo que me interesaba era contar la historia de la forma más completa que se pudiera. No me interesaba ayudar a Romina, ni que le bajaran la pena a Silvina, ni que apareciera Marita Verón –víctima de la trata de blancas-. No era ese mi objetivo.

-¿Qué te sucede después de haber escuchado historias tan fuertes?

-Me afecta…claro que me siento afectada. Pero ¿viste que los médicos para poder operar no piensan que están operando a una persona, sino que tienen que verlo solamente como un cuerpo y trabajar sobre eso? Bueno creo que así es también en el periodismo. Si hay algo que me pueda emocionar o conmover yo no lo puedo contar, porque para poder contar algo tengo que tener distancia. A mi las notas lacrimógenas y sentimentales me irritan de sobremanera. Por ejemplo, me pareció inmundo lo que hicieron los periodistas de La Liga de disfrazarse de linyeras, no estoy de acuerdo ideológicamente con eso. Es que el periodismo de inmersión, creer que podes meterte en otro territorio y simular ser parte del mismo, es una mentira para la gente que te rodea, porque no sos uno de ellos. Por más que te vistas de linyera, que no te laves el pelo por veinte días, no sos eso, ¡si después volvés a tu casa y tenés una cama limpia y todo lo demás!

-¿Qué pensás de esa fascinación que tiene el periodismo por lo marginal?

-Me parece fácil y morboso, para esa fascinación lo único que importa es exhibir y mostrar situaciones de pobreza, marginalidad. Eso no esta mal si seguís mi premisa de no buscar un cambio social, sino de contar una historia con una justificación del porqué hay que contarla. Las historias que yo elijo siempre tienen un tema detrás. Por ejemplo, en la nota de Marita Verón quiero mostrar la trata de blancas, en el caso de Romina Tejerina un tema de la feminidad y la maternidad muy profundo, lo mismo con la adolescencia gay-lésbica. A diferencia de esto, en la fascinación de lo marginal, lo oscuro y lo sórdido no hay un porqué detrás que no sea la pura exhibición.

***

Josefina Licitra también tiene un libro en su haber: “Los Imprudentes. Historias de la adolescencia gay-lésbica en la Argentina” fue publicado en 2007 por la editorial Tusquets. La periodista se propuso reconstruir las historias de seis jóvenes homosexuales e indagar en sus miedos y orgullos en medio de una sociedad conservadora. El caso más ilustrativo es el de Santos, un adolescente de la alta sociedad porteña que sorprendió a sus padres al anunciar su condición gay y, a cambio, ellos le pidieron prudencia con un gesto desalentador e hipócrita. Actualmente, Licitra trabaja en un nuevo libro de crónicas.

-¿Qué es lo que querés contar en tu próximo libro?

-Quiero hacer una descripción del Conurbano Bonaerense, contando distintas historias sin caer en los relatos sórdidos y marginales. Calcula que el 23 % de la población nacional vive ahí, lo que lo hace un territorio muy interesante para investigar. Pero es un trabajo muy difícil, denso y triste a veces.

-¿En qué parte del proceso estás?

-Ahora estoy haciendo el proceso de investigación, tengo que entregarlo en la editorial en junio del año que viene. Igual ya tengo delimitado qué quiero contar en cada capítulo. En general la estructura es lo más complicado para armar.

-¿Cómo estás trabajando para abarcar todo el Conurbano?

-Ya delimite los capítulos y los temas, de no ser así te podes pasar la vida conociendo sus historias. Tengo dos amigos que están en “Policías en Acción” y recorrí el Conurbano con ellos, ya que lo conocen muy bien porque hace años que salen a patrullar por la zona. Además es la forma gratis para no invertir los viáticos en gastos de transporte. Así que ellos me ayudaron a hacer un panorama general y ahora sé adonde quiero dirigirme en cuánto a temas.

-Por ejemplo…

-Quiero hablar de la policía, pero no desde la denuncia, sino más bien desde la idiosincrasia de la Bonaerense, hablar de los contrastes villas/countries… -entonces se queda en silencio. “Te juro que no me quiero hacer la enigmática, pero tengo muy mala memoria” aclara y a los segundos retoma la explicación- También sobre el comercio informal, los punteros políticos, la mediatización y en especial el paso de la televisión por las zonas más empobrecidas.

***

Son casi la una. Adentro del café, las camareras limpian las mesas con esos detergentes azulados con aroma a desinfección. Hay un tipo de traje oscuro leyendo el diario en uno de los sillones de cuero blanco del local. Mira a Josefina al pasar, quizás le llame la atención su sonrisa torcida, quizás la reconozca. Afuera el cielo sigue gris. Luego de la despedida, ella se pierde entre la gente que deambula por Palermo con un caminar rápido. Como si quisiera alejarse del cínico que la acaba de entrevistar.

martes, 11 de agosto de 2009

Haciendo Bulla

En 2008 realizamos un documental que contaba la historia de "La Chispa", una comparsa del Barrio Romero, ubicado en la periferia de La Plata.

La comparsa,
formada por madres del barrio, tiene el objetivo de unificar a los pibes y "rescatarlos" para que no caigan en las drogas.

La producción fue realizada en el marco de la Cátedra de Audiovisual II de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

Con ustedes...Haciendo Bulla


jueves, 30 de julio de 2009

Los diarios según Chandler


En el capítulo diez de "El Largo Adiós" (1953), el detective Phillip Marlowe conoce a Loonnie Morgan, un periodista del Journal quien se refiere a los diarios de una forma muy ilustrativa:

"Los diarios son propiedad de los ricos. Ellos los publican. Los ricos pertenecen todos al mismo club. Claro que existe la competencia...una competencia dura, implacable, por la circulación, las primicias, las crónicas exclusivas. Todo lo que usted quiera, siempre que no dañe al prestigio, el privilegio y la posición de los propietarios. Si lo hace, entonces se baja el telón."


Bastante actual la descripción, ¿no?

lunes, 27 de julio de 2009

All you need is Jazz

1973.

En una habitación del Hotel Alvear de Buenos Aires, tres hombres conversan. Se ríen, se escuchan, debaten sobre la genialidad de Armstrong, la inmortalidad de Parker y las vueltas nocturnas en el clásico Hot Club de la ciudad porteña. Cosas de amantes del jazz.

Un Cortázar con barba y grandes anteojos de marcos negros forma parte de la velada, mientras fuma uno de los últimos Galouises que le quedan desde su regreso de París. Allí también está presente el “Gato” Barbieri, con sus rulos negros que forman una porra dylaniana, sentado contra el respaldar de un sillón de cuero. El Nano Herrera, robusto, con pelo en el pecho que le sobresale de su camisa leñadora, trae un grabador para inmortalizar la charla, así como había hecho con muchas de las melodías improvisadas que después serían parte de Chapter One: Latin America, la primer porción de una saga musical de cuatro episodios compuestas por el propio Barbieri.

REC.

Julio Cortázar: Yo no soy ningún entendido, ningún técnico. Soy sólo un tipo que escucha jazz todo lo que puede, durante la mayor parte del día. Creo que por razones generacionales lo que más me marcó a mí fue el jazz que escuché de joven, naturalmente. Hasta los años 1945, 1946, yo estaba muy anclado en el llamado jazz tradicional, pero un día apareció un señor llamado Charlie Parker que me jabonó el piso aquí en Buenos Aires, completamente. Luego, cuando me fui a Europa, se me fueron apareciendo otros señores.

Leandro Gato Barbieri: –¿Pudiste ver a Parker alguna vez?


J.C.: –Me crucé con él en París. En ese momento yo estaba en Italia. Me pasó con Parker como con vos: un cruce en París. Cuando escribí "El perseguidor", que es un poco la vida de Parker vista por mí, lo situé en París con algún derecho, porque él había estado en París, uno de sus poquitos viajes que hizo fuera de los Estados Unidos.

G.B: –¿Por qué lo llamaste Johnny Carter (en “El Perseguidor”)? ¿Acaso te inspiraste en los saxofonistas Johnny Hodges y Benny Carter?

J.C.: –No, en absoluto. Fue una cuestión, digamos, de sonoridad. Johnny Carter, Charlie Parker, suenan parecido, ¿no? Bueno a lo mejor inconscientemente, porque yo a Hodges siempre lo amé. Uno nunca sabe de dónde salen los nombres de la ficción. Pero volviendo a Parker y el bebop, aquello produjo un gran desconcierto. Victoria Ocampo, que había escrito una cosa hermosa sobre Duke Ellington en el Cotton Club, luego dio una definición bastante despectiva del bebop.

G.B.: –Bueno, aquellos discos de 78, de etiqueta verde, eran tremendos.

J.C.: –Claro, el primer tema de Parker que escuché fue “Lover man”. De otro lado había un rápido. La verdad es que de Parker no sabíamos absolutamente nada. No entendí nada. Lo volví a escuchar una y otra vez, y entonces algo pasó. Un poco después llegaron las grabaciones que hizo con el grupo grande de Jazz At The Philarmonic de Norman Granz. Ahí ya era algo increíble.


G.B.: –Están los músicos que de entrada impresionan mucho y después se van cayendo. Y los otros, los que lentamente te atraen hasta que vos entrás completamente y cambiás para siempre. Yo tengo que decir que el que me dio ese impacto que vos sentiste con Parker fue Ornette Coleman. Con Parker, y más tarde con Coltrane, yo soñaba, estaba en un estado de encantamiento. Pero fue Coleman el que me sacudió. No lo entendí al comienzo, pero me intrigó poderosamente. Fue Don Cherry, con el que llegué a tocar y grabar discos, el que me facilitó una entrada más accesible a ese estilo.

J.C: –Quizás tenías una cierta ventaja, aunque es absurdo hablar de ventaja. Pero desde el punto de vista de la edad, yo soy mucho más viejo que vos, vos podías pasar más fácilmente al free jazz. En cambio, yo tenía 18 años, allá por el 33, y entré al jazz por la vía de los discos de Louis Armstrong y Duke Ellington, los mejores en el momento. Y luego, todo lo que se pasaba por la radio, todo mezclado. Quiero decir que me formé muy de muchacho y en una línea muy determinada.

STOP.

2009

Detrás del micrófono, con auriculares en sus oídos y sonrisa complaciente, un Sergio Pujol, historiador y periodista, se recuesta en la silla de plástico negro para escuchar la transmisión en vivo de esa charla única. Nunca se había transmitido al aire, sólo existía una imagen fotográfica de aquel desconocido encuentro entre estos tres personajes jazzeros. Sin embargo, mucho tiempo después, la ignota grabación llegaría a las manos del propio Pujol, quien la obsequiaba a sus oyentes en su programa de Radio Universidad de La Plata.

PLAY

Ahora también el encuentro se expande más alla de aquella oscura habitación del Hotel Alvear, ahora esa imagen tiene sonidos, palabras que flotan en el éter como notas de un saxofón.

Valía la pena escucharlas.

domingo, 31 de mayo de 2009

A primera -y úlima- vista

Cuando Simón Velásquez salía a caminar por las calles de La Plata imaginaba cómo sería ese preciso momento en el que vivía contado por un narrador, como si él mismo fuese el protagonista de un cuento, como si una voz en off relatara su vida:

“De bufanda gris, gabán negro y zapatos de cuero marrón, Simón piensa en cuánto le gusta esto de caminar solo por las calles, pisando hojas secas y reflexionando sobre las profundas cuestiones de la humanidad. Simón tiene el pelo corto peinado al viento y una barba de tres días que le sombrea parte del rostro. Veintipico, estudiante de Letras en la UNLP. Adicto al capuchino y a las tostadas con mermelada de durazno. De chico soñaba con ser paleontólogo y dedicar su vida a buscar t-rexs en la Patagonia, en el Valle de la Luna o en el patio de su casa en Lobería, pero con los años los huesos fueron cambiados por los libros. Ahora, en cambio, fantasea con ser un Joyce del Tercer Mundo (“fantasea, que quede claro” piensa Simón mientras cruza hacia la diagonal)

A Simón poco le importa el frío que es, en definitiva, el culpable de que la Diagonal 77 sea un desierto adoquinado. Para colmo es frío y es domingo, domingo a la tardecita, nefasto momento de la semana, “bajón de anfeta” según el Zapa, su vecino que escucha el mismo CD de Serú cuarentiquince veces al día. (“¿Cuarintiquince? Tendría que buscar otra forma…” volvía a reflexionar para sí)

Llegando a la intersección con la calle 5, Simón se cruza con Agustina (“Tiene cara de Agustina, definitivamente” adivina) una joven rubia con ojos negros brillosos que camina apurada con las manos en los bolsillos. Lleva puesto un morral norteño y una campera de lana color crema con grandes botones negros. Fanática del té con leche, las rodhesias y los chistes de Liniers (“Liniers, si, puede ser”), hace teatro desde los nueve años e interpretó a Desdémona cuando iba a séptimo grado -su abuelo lloró de emoción esa noche en el Cervantes-. Actualmente, para bancarse los estudios, trabaja de camarera en un restaurante de poca propina.

Ambos se miran. En ese instante en el que sus ojos se encuentran, en ese segundo en que se cruzan ambas miradas, ellos perciben una inmediata identificación, una especie de sinapsis visual (¿Especie de sinapsis visual? Ah bue...) que los moviliza. Son tal para cual, el uno para el otro, perfectamente compatibles.
Sin embargo, cada uno sigue caminando, como si nada hubiera pasado, sin saber que dejaban atrás a esa otra persona que buscarían por el resto de sus vidas”

Cuando Simón Velásquez salía a caminar por las calles de La Plata imaginaba amores que nunca se llegaban a concretar.

lunes, 4 de mayo de 2009

Sonrisa


Asiento 28. Ventanilla. Siempre pedís del lado de la ventanilla. Te encerrás entre la ventana, el pasillo y yo. Y en el vidrio empañado del micro te dibujas. Primero tu cara; con el dedo índice trazas un redondel imperfecto, un tanto ovoide, pero rostro al fin; luego garabateas tus ojos, dos círculos semi-simétricos y te haces rulos, muchos rulos, a lo Valderrama, y te reís de esa pavada, pero antes de dibujar la sonrisa lo pensás dos veces. Siempre uno se dibuja sonriente, es casi involuntario finalizar el monigote con una sonrisa, con esa facción que demuestra alegría, complacencia, pero por algún motivo dudas. Mientras, observo tu dedo índice cuando va a pincelar el último trazo, que es trascendental, porque esconde tu estado de ánimo, demuestra lo que sentís. Quisiera convencerme de que es un dibujo de morondanga, que no significa nada y, sin embargo, no pierdo la vista del trayecto de tu dedo hacia el vidrio empañado, esperando que sea una sonrisa lo que traces. Y me consterna el hecho de que, al final, sea tu palma la que borre, como un pañuelo de tela o una gamuza, el dibujo que tu dedo había creado. Me aflige que, donde hubo un rostro incompleto, ahora haya una mancha amorfa y borroneada en el vidrio y que vos, suspirando larga y amargamente, apoyes tu cabeza en mi hombro y cierres tus ojos buscando el sueño como escape.

lunes, 13 de abril de 2009

Conceptos

Silencio después de la lucha de palabras. La discusión había pasado. La eterna disputa en las entrañas edípicas. Conflictos caseros, nada raro.

La niña, testigo involuntaria, había comprendido
todo lo sucedido. Entonces sentenciaba con una sonrisa :

No entienden tu concepto. Que gente loca la grande.


viernes, 13 de febrero de 2009

Ahicito nomás - crónicas norteñas I -


Quijotes

-Buenas, déme una botella de agua mineral y un vino Toro, por favor.

-Como no. ¿El vino lo prefiere frío o al natural?

-Mmm, frío...déme uno frío mejor

El almacenero se pierde en el fondo, desaparece detrás de los paquetes de coca y bica, dos elementos fundamentales para ganarle de mano al apunamiento. Son las cuatro de la tarde y, afuera, el sol aplasta a quienes no están acostumbrados a sentirlo tan de cerca. Las calles de Humahuaca son casi un desierto, a lo lejos la tierra silenciosa se mezcla con los cardones que vigilan la quebrada. Distintas son las pocas cuadras del "centro". Allí, como escamas de piedra en el suelo, los adoquines conforman las callecitas donde los turistas compran recuerdos baratos en la feria o escuchan a niños recitar coplas a cambio de alguna que otra moneda. Al turista lo conmueven esas estrofas, pero sólo van a ser un recuerdo más para contar cuando se encuentre de nuevo en la comodidad de su jungla de cemento.

-Disculpa, ¿el vino es para Raúl?- arriesga el almacenero, claro adivinador de itinerarios ajenos, mientras camina hacia el mostrador.

-Si, es para Raúl, claro- responde confundido uno de los pibes, escondido debajo de la mugre de una gorra de la Warner Bros.

-Ah, porque a Raúl le gusta al natural el vino.

Ambos sonríen, cómplices, sabiendo lo obvio.

-Como ud. diga entonces. Gracias por el dato.

Los pibes pagan y se retiran. Toman del agua, pero el vino espera. Si bien sus noches estuvieron empapadas de tinto - y no es exageración, ni alegoría al ritual etílico- esta vez el tetra dulzón y amigable es el presente para un viejo sabio.

"Se van a dar cuenta, es distinta", les habían dicho sobre la casa que andaban buscando. Y ahí estaba nomás, a dos cuadras de las escalinatas, en el barrio Independencia, el único castillo de adobe donde el bufón es rey.
Golpearon. La puerta triangular de doble pliego estaba abierta a la mitad y por el espacio visible se asoma su morador: Raúl Prchal.

Él mismo se compara con el Quijote, y la analogía no es vana, ya que su aspecto físico es la fiel imagen que uno construye en su mente del Hidalgo cervantino. Su pelo largo y barba emblanquecida fueron testigos de mil y una andanzas; que España, que Marruecos, que carreras universitarias burguesas, que Humahuaca. Punto aparte. Ahí comenzó su larga estadía en la quebrada, donde finalmente se erradicó y fundó Huayra Huasi -Sociedad de Responsabilidad Ilimitada- una comunidad con fundamento anarquista que abre sus puertas a cualquier viajero, improvisado o no.
Sin más preámbulos el épico vagamundo los invita a pasar.

El rancho es pintoresco por lo extravagante, hediondo para los amantes de la pulcritud. Tras cruzar el ¿living?, de apariencia pestilente y de una oscuridad medieval, Raúl se sienta en la cocina. Las paredes son un collage de frases surrealistas ("La realidad no existe"), de graffitis/proverbios regalados por mochileros y de humedad de antaño, donde una redentora escultura -hecha por el propio Prchal- resalta por sus colores amarillentos y su metáfora combativa. Desde un estante a media altura los observa Jeny, una blonda muñeca decapitada que también es anfitriona en este palacio rudimentario.

Los visitantes se sientan en sillas improvisadas de caños y maderas. Observan el movimiento, van y vienen personas, habitantes provisorios de esta cofradía. Como en la cueva de la Salamanca se mezclan varios prototipos de viajeros bohemios, aunque falten los duendes y diablitos.
Entonces Raúl, poeta y escritor narcisista, les ofrece sus libros, ediciones manuscritas con tinta china o fotocopias con tapa de tela. Su precio es accesible, y la venta no es contradicción a su teoría de vida: ni un anarquista lumpen regala su fuerza de trabajo. Para ahorrarse preguntas innecesarias, el Dalí humahuaqueño les muestra su biografía, una extensa cronología de desventuras en busca de su lugar en el mundo. (¿Acaso no es lo que buscamos todos?). El primer vaso de vino pasa desapercibido por su garganta y da inicio a una charla errante que va desde la literatura de Keroauc a la desobediencia civil de Thoreau.

Sin embargo la mesa beatnick se ve interrumpida por la aparición de Rufina, la célebre reina del alcázar de barro. Ella, tilcareña de sombrero de paja y mirada obnubilada, tiene poco de cuentos de hadas y, mientras se tambalea para mantenerse en pie, saluda con el tinto en alto a los recién llegados -aquí la celebración del vino sorprendería al mismísimo Dionisio-. Detrás de ella llega un salteño con una guitarra criolla a cuestas que comienza un arpegio melodioso.

“Una vidita tengo,

dos quisiera tener,

una pa´ de vez en cuando

y otra pa´ permanecer"

Recita Rufina, con un acento bien norteño, para acompañar con su voz la payada improvisada. Sus coplas vienen bien, dan un aire folclórico a tanto popurrí intelectualoide.

La velada dura unos minutos más hasta que Raúl se levanta para buscar su pluma, instrumento con el cual dejará sus dedicatorias finales a sus últimos clientes.
Los pibes, curiosos, recorren el resto de la casa brevemente. Cruzan el pasillo decorado con botellas de vidrio vacías y desembocan en el patio que hace las veces de camping rústico. Una bruja de metal y un cuasi-escenario vacio son parte del paisaje del fondo, donde también hay un baño -“en condiciones higiénicas apropiadas” explica el jujeño conserje, que mastica su “acusi” e irradia un olor, mezcla de coca y alcohol, que derrota a narices entrometidas-.

Así, satisfechos con su breve estadía en el mundo anárquico, saludan y prometen volver algún día. Raúl, asentado en su recoveco neolítico, desde el trono de madera roída, los despide.
Ellos salen de nuevo al caluroso exterior, donde el sol los enceguece con un uppercut a los ojos. Tienen las suelas cansadas y dislocadas las neuronas. Son conscientes de que les falta un largo trecho para encontrar su propio castillo, pero están seguros de que es posible vencer a los molinos de viento.