viernes, 21 de noviembre de 2008

En cuatro palabras


Llueve. Todo resulta más complicado cuando llueve. El asfalto quedó cuadras atrás, cómo si fuera el límite –imaginario o no- que separa dos realidades distintas. En días como este, las calles del barrio se vuelven pantanos donde cada pisada le cuesta el doble, donde el barro le envuelve el pie como si tuviera la intención de maniatarlo. Salir con el carro entonces sería una epopeya. Esa calle de tierra que ayer parecía inconmovible ahora lo traiciona, a él que depende de ese suelo para salir a cartonear. Si llueve no puede laburar, si no labura no come. Tan simple y cruel como eso. Jorge entonces especula -con la sabiduría que solo brinda la necesidad- que hoy pasará el día a mate amargo. Ya lo ha hecho tantas veces que duele escuchar que lo diga con tanta naturalidad. Con suerte el almacenero le regale una bolsa de pan como alguna que otra vez, pero mendigar no esta en sus planes. Para nada. Si labura desde que era pibe, cuando tuvo que dejar la escuela para darle una mano a su viejo. Desde entonces rara vez volvió a tener contacto con esos símbolos que son letras y que después forman palabras y que después oraciones, y que después…si no labura, no come.

El marido de Isabel también es cartonero. Isabel hoy se va a quedar en su casa cuidando a los pibes, con el barro que hay no pueden ir caminando a la escuela. De todas formas ella se las ingenia para que los chicos hagan sus tareas y, de paso, se pone a practicar lectura con el manual escolar de sus hijos. Por la ventana ve el aguacero y el baldío de inmensidad que rodea su casa. Aquel terreno parece dibujado en el mismísimo borde de la ciudad. Ya no se distingue donde termina el barrio “El Progreso” y donde empieza la nada. “Había…una…vez” lee Isabel con curiosidad como quién camina en puntas de pie procurando no hacer mucho ruido. Para ella cada letra es un paso.

No obstante María ríe. Dónde llovió, paró. Su sonrisa transmite algo particular. Alegría, quizás. A las cuatro se tiene que ir a una marcha en el centro de La Plata. Confiesa que no le gusta ir, pero que si no va no le dejan mandar a los pibes al comedor. Encima Rama, su hijo menor que ahora juega a esconderse detrás de los barriles, quiere dejar la escuela. Tiene siete años y quiere dejar la escuela. María no lo va a permitir, por eso esta tarde irá a hablar con su señorita para ver que pueden hacer. En el Comedor planea un fuerte aroma a comida proveniente de la cocina que no pasa desapercibido. Entre ollas y verduras, María nos dice que le gustó mucho “Setenta balcones y ninguna flor” y antes de irse saluda con uno de esos besos que se te quedan grabados en la mejilla por un par de segundos. En Romero sobran jardines.

En cambio María, la salteña, suspira con pesadumbre. Hoy no quiere saber nada con la “F”. No tarda en contar el porqué de su distracción. Solo necesita un par de oídos que la escuchen para desahogarse de su más profunda congoja. Que el hijo de puta de su marido le pegó, que se fue lejos, que lo denunció y que tiene miedo de que vuelva, esa paranoia que ni el sueño logra alejar. Promete que no va a tener más miedo, que lo va a hacer por sus hijos. Cuando nos vamos el abrazo golpea adentro. Duele. “Así es la vida macho” te dirán quienes ya se resignaron. Buscas excusas para apalear la herida. No te convence de que esta realidad sea así porque sí...

Mirás pa´ arriba. Las nubes vuelven a amenazar. El cielo se cubre con ese tono grisáceo que precede el aguacero. Todo resulta más complicado cuando llueve, aunque las gotas no borren las palabras.


Nota del autor: Historias como estas dan vueltas por toda la ciudad, algunos prefieren no verlas, otros reproducen -quizás inconcientemente- la fascitizante postura de los medios y le dan la espalda. La realidad está en la calle, no en la tele.

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