sábado, 30 de octubre de 2010

Ella, la plaza y los pueblos


Como un solitario caminante nocturno llegué a eso de las nueve a Balcarce 50, la entrada principal de la Casa Rosada. Antes, en la redacción, había estado escribiendo sobre Néstor Kirchner, tratando de armar un retrato de su presidencia que no cayera en un resentimiento clarinista, pero tampoco en una obsecuencia miope. Cuando terminé la nota sentí que no podía volver a La Plata sin comprobar con mis propios ojos lo que la televisión mostraba. Salí nomás, caminando, trajeado pero desprolijo.

Hacía un calor pegajoso, bien porteño. Camino a Plaza de Mayo me sorprendió la cantidad de gente que colmaba las calles. Pibes envueltos en banderas, madres clasemedieras con bebés en brazos, mucho militante "independiente", cánticos contra Cobos, contra el gran diario argentino, puesteros callejeros que vendían desde hamburguesas hasta retratos de Eva Perón, cartulinas pegadas en las bocas de los subtes con mensajes garabateados a mano -que Gracias Néstor, que Fuerza Cristina, que Hasta la victoria siempre- y flores, muchas flores por doquier. Sería faltar a la verdad decir que allí el clima era de congoja, más bien era una mezcla de euforia y bronca por los inesperados cauces de la historia.

Llegué a la Plaza –plaza única, plaza del pueblo, plaza que hace unos años se llenó de rabia y de que se vayan todos- minutos después. Estuve un rato en el lado izquierdo del vallado donde una pantalla gigante mostraba el cálido abrazo entre Lula y la presidenta. Mientras, la multitud vitoreaba al ex metalúrgico brasilero que había dejado la campaña electoral en su país para venir a despedir a un “compañero”. No era poca cosa. A mi lado, un pibe de la JP, preso de un prematuro análisis, ya hacía pronósticos para 2011. “Dicen que la formula puede ser Scioli – Cristina. Ojala sea al revés”.

En ese mar de gente me encontré con unas colegas que habían estado cubriendo la jornada. Me contaban que habían superado la restricción impuesta para que la prensa no entrara al Salón de los Patriotas Latinoamericanos, donde se llevaba a cabo el velorio. “Estuvimos donde está el muertito”, resumieron, con esa jerga tan simple como morbosa del periodismo. Si bien los medios tenían una carpa con computadoras afuera de Casa de Gobierno, los periodistas tenían expresamente prohibido el ingreso a la capilla ardiente. A menos que estuvieran dispuestos a formar parte de la interminable cola que llegaba más allá de la 9 de julio, lo que suponía horas y horas de espera. Entonces uno de los noteros que estaba de guardia me mostró el camino “alternativo” para ingresar a la Rosada. De no ser por el laberinto de la multitud, habría dicho que era pan comido.

Sin pensarlo dos veces enfilé para la calle Balcarce. Allí un cordón policial impedía el paso, pero bastó con mostrarle mi luminosa -y exageradamente solemne- credencial para zafar el control. En la carpa de los medios, quedaba algún que otro colega nervioso que escribía a mil por hora, procurando enviar la nota antes del cierre. Los camarógrafos enfocaban hacia la multitud de Plaza de Mayo. Todo era banderas, cantos, globos. Pensé en la plaza otra vez, en su historia como testigo de amores fanáticos y odios viscerales. Me fue imposible no relacionar lo que veía con las imágenes del primer peronismo, esa magia escenográfica que ni Broadway había logrado imitar.

El resto sucedió en cuestión de segundos. La cola central para entrar a la Rosada estaba protegida por un vallado. Vi que una policía le abría el vallado a una joven pareja y me mandé detrás de ellos. La policía ni se inmutó –supongo que mi traje la engañó-, si hasta le dije “gracias” y pasé a formar parte de la nutrida columna que entraba a Casa de Gobierno. Su fachada estaba empapelada con cartulinas de colores, fotos de Kirchner y rosarios. En el piso ardían pequeñas llamitas que iluminaban tenuemente la cara frontal del histórico edificio.

Si la escena de la entrada me había puesto la piel de gallina, cuando me encontré caminando por el pasillo central, rodeado de señoras mayores, de padres con hijos, de jóvenes exultantes, un escalofrío me recorrió toda la espalda. Allí adentro, enormes coronas de flores –enviadas desde los lugares más diversos, desde Racing Club de Avellaneda hasta en nombre de Fidel Castro- decoraban el salón dorado. Los fastuosos cuadros de San Martín, Bolívar y Salvador Allende engalanaban las paredes y ya se escuchaban los aplausos desde la capilla ardiente. “Papi, ¿porque aplaude la gente?”, le preguntó un enano ruliento a quien lo llevaba en sus brazos. “Están despidiendo a Néstor”, le respondió el padre.

Entonces el pequeño grupo del que formaba parte continúo lentamente su marcha hacia el Salón, hasta llegar al lugar definitivo. En el centro estaba el cajón, del otro lado estaba Cristina, enhiesta, entera. Los anteojos negros ocultándole los ojos al mundo. Su figura tiesa con las manos sobre el féretro color caoba. Lula y Chávez a ambos lados suyo, casi guardianes. Ahí se generaba el shock, cuando los visitantes se enfrentaban cara a cara con ella, cuando comprendían que ella, después de todo, era una mujer que había perdido a su ser más querido. Entonces la humanizaban, le quitaban la coraza presidencial con que la habían envestido. En consecuencia, las reacciones también eran humanas. Algunos levantaban su mano con los dedos en V, otros se golpeaban el pecho, otros, de repente, lloraban mares de lagrimas, otros, como el padre que venía con el ruliento en brazos, gritaban hasta la afonía la frase más escuchada: “Fuerza Cristina”.

En cambio, quien esto escribe se quedó paralizado, con las piernas hechas una gelatina temblorosa y con un nudo marinero en la garganta. Quedé congelado en medio de ese pasillo improvisado, mirándola de frente, sintiendo sus ojos, los ojos de ella, con todo el peso de su historia, puestos en mí. Y detrás mío una señora le agradecía a los gritos y ahí la vi a ella levantar su brazo, y decirle, con una voz temblorosa, “Gracias a vos”. Y entonces los aplausos. Todo, absolutamente todo, llegaba a la fibra más intima de cada uno de los que ponía un pie en ese Salón. Si me quedaba un solo segundo más hubiera lagrimeado como tantos otros. “Vamos compañero, vamos”, me dijo una de las guardias de seguridad, como alentándome, mientras me empujaba hacia la salida. “No chabón, no chabón…que flash, que flash”, repetía un adolescente de no más de dieciocho, mientras se alejaba solo por el pasillo dorado. Ya afuera los visitantes convertían esa congoja en cánticos y se sumaban a la multitud dispersa por la plaza, a la euforía inusitada del mundo exterior.

Aún confundido, caminé hasta la 9 de Julio para tomar el colectivo. Aunque moría de sueño, no pude cerrar los ojos en todo el trayecto de regreso. Me venían imágenes, sonidos, olores, de lo que había presenciado. Me encontraba en un extraño dilema ideológico: por más cursi que suene, me había dejado llevar por los sentimientos y no por el raciocinio de mis ideas políticas. En todo caso, dejaré ese dilema para otra circunstancia. Ahora prefiero quedarme con las escenas de esa noche calurosa, con la “gente” en las calles, con las velas en el asfalto y con la frase que el cuadro de Salvador Allende tenía escrita en su base: “La historia la escriben los pueblos”. Ya lo creo.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Donna Jenny

De haber sabido que se enamoraría de ella, Marcos “Cogote” Díaz no hubiese ido al Hipódromo de La Plata aquel domingo de septiembre. Eso no estaba en sus planes. Las deudas, la hipoteca, el divorcio, eso sí. Pero la morocha de pelo fino al viento, de piel suave y cándida mirada negruzca le había arrebatado –por más cursi que suene- el corazón. Y el bolsillo. Desde su asiento la veía caminar con pasos sutiles, sorteando el lodo que la lluvia había formado a los costados de la pista y erigiendo el semblante hacia el cielo detrás de la línea de largada. Él, un viejo burrero de Tolosa, nunca apostaba por una primeriza. Era extraño lo que sentía, pero hoy había dejado hasta sus últimos centavos en ella.

Esa nochecita la pista parecía agujereada por cráteres de fango. Cogote estaba sentado en la tribuna Paddock, de asientos de plástico verde y escalinatas de cemento. A lo lejos, detrás de los tilos que rodeaban el hipódromo, observaba las chimeneas de la petroquímica de Berisso. Eran como grandes fósforos metálicos en la negrura del cielo. Después sus ojos estudiaban la Palermo Edición Azul.Donna Jenny. Hembra. Zaina. 56 kg. Debutante. Sale al ruedo una pensionista del stud El Principio con trabajos que le llenaron los ojos a nuestra gente experimentada. Todo parece indicar que será una ganadora a corto plazo. ¡Guarda!”. Rara vez la revista le erraba. Los buscafortunas la consideraban un manual infalible.

Un policía merodeaba por ahí con un largo tapado negro. Cogote se lo imaginó como un cosaco condenado en la Siberia. “Hoy puede ganar cualquiera. La pista es un chiquero. Puro barro y charco. Estas canchas son las más difíciles. Y del viento que hay se doblan las luces de la pista. Una cosa de locos”, le dijo el guarda. Cogote no le respondió. En cambio, continuó fumando su Le Mans, exhalando el humo con un suspiro de agobio. El cosaco interpretó el mensaje y se retiró de la escena. Para algunos burreros, la previa de la carrera debía ser un ritual silencioso. Para otros, lo contrario. Por eso le exasperaban los improperios de sus colegas de juego. No tenía sentido putear a un caballo. ¿Qué forma de incentivo era esa?

Entonces la volvía a ver. No le quitaba los ojos de encima, sobre todo se imaginaba el placer de montarla. Una estadía en el paraíso debía ser ese momento. Arriba suyo, apretando sus piernas y dejándose llevar por su galope de damisela de burdel. Así se imaginaba. Era feliz de sólo pensarlo. Y, cuando la insolente voz del altoparlante ordenaba el ¡largaron!, él apretaba el boleto en su mano venosa y la observaba con un hilo de baba colgando de su boca. Todavía faltaba mucho por correr cuando prendió otro pucho y vio a su yegua encarar la primera curva con galope acelerado. La montaba un tal Villagra. Un maldito Villagra.

Cabeza a cabeza, cuerpo a cuerpo. Así de pareja resultó la disputa. Cada fustazo en los muslos de las yeguas sonaba como un seco disparo de arma de fuego. Cada relinche sonaba a quejido rabioso. La calma ya no existía en aquella reunión de domingo. Todo era un manojo de nervios en medio de la fría noche.

Al parecer Estelma, la yegua campeona del stud Maripa, avanzaba primera en los últimos veinte metros. Pero sólo un cuerpo la distanciaba del pelotón de rezagadas. De allí, con la cabeza agachada, simulando el pico de un cohete, surgió imprevista la debutante. Gracias a un arranque fugaz, se despegó de la turba y se posiciono a la altura de la yegua estrella dejando boquiabiertos a los apostadores ortodoxos. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”, gritaban unos viejos en la tribuna. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”.

A pocos metros del final, Donna Jenny avanzó a la altura de su contrincante. Y en un pestañeo, ambas cruzaron la línea de llegada a la par. Hubo un silencio de cementerio durante los segundos siguientes. Hasta el viento cesó de soplar. La impresión general era de empate. Un empate con sabor a nada. Pero el cartel electrónico mostró con timidez una H. Un hocico. Donna Jenny había ganado por diferencia de un hocico.

En la tribuna Paddock, estallaron las gargantas de los pocos que habían apostado por este resultado. Ellos corrieron a las ventanas de Pagadores en busca de su suculento premio. Mientras, el televisor mostraba la imagen de un sonriente Juan Villagra y su yegua. Ya eran más de las diez.

Un viejo de cuello de pollo observaba el festejo del jockey en la pista. “¿Vio, Cogote? ¡En el fango se ven los pingos!”, bromeó el cosaco, antes de perderse en el tumulto de burreros y aprendices amontonados entre las escalinatas grises. Cogote sonrió. Tenía un boleto ganador en sus dedos entumecidos y una hermosa excusa para volver al Hipódromo el domingo próximo. Era extraño lo que sentía, era la primera vez que apostaba por una primeriza.

martes, 14 de septiembre de 2010

Huéspedes célebres de “la cárcel del fin del mundo”

Destinado a albergar, en el más gélido encierro, a reclusos “peligrosos” -algunos un tanto farandulescos, otros locos lindos e injustamente encerrados y varios psicópatas sin arreglo-, el penal de Ushuaia esconde una cantidad increíble de historias entre sus impenetrables muros.

Su construcción comenzó allá por 1884 y los primeros reos que efectivamente habitaron los pabellones pertenecieron a una “selección” un poco arbitraria, ya que eran escogidos por sus habilidades para la construcción. Oh casualidad, pertenecían a los estratos más bajos del entramado social. Más tarde, hacia fines del siglo XIX, en una decisión sumamente adulta, fueron enviados menores de edad sin condena grave, y durante los primeros años de la década del treinta, la cárcel fue hospedaje de numerosos presos políticos. En ese momento, pleno gobierno de facto, ser radical era peligroso (!).

Recién a partir de 1936, cuando la Dirección de Industrias Penales de la Nación se hizo cargo de la superintendencia de la Cárcel de Ushuaia, se creó el –cálense el nombre- “Instituto de Clasificación” que estipuló el envío de penados según su “peligrosidad e inadaptabilidad” al régimen penitenciario tradicional. Lo loco fue que apenas sus primeras piedras fueron establecidas, los alrededores se poblaron de nuevos migrantes, y pronto una ciudad entera vivió y creció a expensas del consumo del presidio. En una extraña convivencia, los guardianes, guardacárceles y empleados vivían en la zona urbana junto a comerciantes y a familiares de los convictos. En 1919, sólo para poner un ejemplo significativo, según testimonio del sacerdote Martín Gusinde, Ushuaia tenía una población de quinientos ciudadanos y quinientos cincuenta penados.

Sin embargo, el penal duró hasta un día peronista. Fue un viernes 21 de marzo de 1947, cuando el General firmó un decreto para cerrar definitivamente la cárcel. Junto con semejante decisión, Juan Domingo otorgó indultos masivos y decidió eliminar el uso de grilletes y el uniforme a rayas para los reclusos del resto del país. Muy progre para la época. ¿Un dato curioso del cierre? El último director del presidio fue Roberto Pettinato. Sí, sí, el padre del ex Sumo y ahora showman televisivo. ¿Otro datito? Por esas vueltas de la vida, el “Tío” Héctor Campora, peronista de la primera hora, había sido recluso político en el fin del mundo. ¡Recorcholis!.

Así las cosas, hoy en día la cárcel es Monumento Nacional y en él funciona una asociación civil: el Museo Marítimo de Ushuaia, la Biblioteca, Hemeroteca y Videoteca “Roberto J. Payró”, y una galería de arte. Lindo para darse una vuelta -un ratito nomás- y conocer las historias que quedaron entre los pabellones. Más que nada la de los personajes que padecieron tamaña forma de exclusión, acaso un retrato de la crueldad de nuestra especie. Pero, ya que estamos, algunas de esas historias te las cuento yo. A continuación, un antojadizo top ten de los huéspedes célebres de “la cárcel del fin del mundo”

- “El ahogado”. José Domínguez nunca llegó a su pabellón. Condenado a veinticinco años de prisión por homicidio, se había jurado mil veces no ir nunca al presidio de Ushuaia. Su temor no sólo se vinculaba a la mala fama del establecimiento y a la temporada sombría que podía esperarle, sino también al pánico que le generaba estar encerrado durante un mes en la bodega de los barcos que trasladaban a los presos. Por eso, el 12 de febrero de 1926, cuando subía la planchada del transporte “Buenos Aires”, se tiró al río y el peso de los grillos lo llevó hasta el fondo, y cumplió fielmente la promesa de no acabar sus días en el frío de Ushuaia. Un tipo de palabra.

- “El intelectual”. Guillermo Mac Hannafor era considerado un gentleman, más allá de haber sido acusado y detenido por espionaje. En su libertad, había sido mayor del Ejército Argentino pero fue condenado a reclusión perpetua por el delito de “traición a la patria”. Como los reclusos “ejemplares” podían tener acceso a libros –además de conciertos de música, campeonatos de ajedrez y proyecciones de películas- él estaba encargado de la biblioteca y las actividades culturales. Además organizaba concursos de poesía. “Soy un cero solitario que vive lejos del mundo, me agobia el dolor profundo que sufro en este calvario”, escribió algún preso olvidado. Mac Hannafor decía que la poesía era igual a la libertad.

- “Herns, el serrucho” asesinó a su socio, lo descuartizó y arrojó sus restos al lago de Palermo. “Se lo merecía”, dicen que decía. Con reclusión perpetua, trabajaba como carnicero en el presidio y, aparentemente, cortaba las reces con una precisión y rapidez asombrosa.

- “El Mejicano, acusado de homicidio y condenado a prisión por veinticinco años, se escapó de casi todas las cárceles del país. Demostraba un constante y permanente odio hacia la policía y toda circunstancia de orden y disciplina. Vivía en el presidio en una celda oscura, se le pasaba el plato una vez al día, aunque, según los rumores, comía directamente del piso para no tocar objetos ya agarrados por el “enemigo”. Murió en 1932 en total estado de demencia. Los cobanis respiraron con alivio cuando se enteraron.

- “Los maquinistas”. Los hermanos Bonelli –¿tendrán algo que ver con el de TN?- eran dueños de una casa de cambio de Rosario. Asesinaban a sus clientes ricos y los escondían en el sótano. El olor a podrido los delató. Ya en Ushuaia, eran los encargados de mantener la máquina de vapor de un tren que llevaba a los presos a los lugares de trabajo lejanos. “Bienvenidos al tren, muchachos”, recibían a sus compañeros.

- Juan Dufour, famoso estafador internacional, también era un renombrado escapista. Él organizó la última fuga conocida en Ushuaia. Viejo, ya sin fuerzas, repetía incansablemente: “Yo no moriré en la cárcel”. La historia dice que pudo escapar de la Isla del Diablo, pero no de Tierra del Fuego. Al menos, fue libre.

- “El místico”. Mateo Banks fue el primer multihomicida célebre en su época, había asesinado a ocho personas en Azul, tres hermanos, su cuñada, dos sobrinas y dos peones. Los medios lo llamaron “Mateocho”, mientras que en la cárcel lo llamaban el “viejo solitario”, porque no interactuaba con los otros reclusos, puesto que los consideraba seres inferiores. Sólo rezaba y leía la Biblia permanentemente en voz alta dentro de su calabozo.

Los tres escalones del podio quedan, finalmente, para tres personajes enigmáticos:

- “La revolución, penado número 55”. Simón Radowitsky, joven anarquista de origen ruso, pasó a la fama al asesinar al comisario Falcón -Jefe de Policía a cargo de la represión de la Semana Trágica- arrojando una bomba en su coche, en noviembre de 1909. En mayo de 1918, fue nuevamente foco de interés del periodismo cuando sus antiguos compañeros denuncian que el joven anarquista era víctima de torturas sistemáticas por parte de los guardacárceles. Entonces el gobierno del Peludo Yrigoyen tiene que suspender a los funcionarios policiales ante la simpatía que la población demuestra frente al escándalo.

Seis meses después, los diarios anuncian que el joven se había fugado. Para desgracia del prófugo, en un gesto digno de “botonazos”, las autoridades chilenas lo capturaron y lo devolvieron al penal. Fueron solo veintirés días de libertad. Organizó múltiples huelgas de hambre, de brazos caídos o un coro de protesta, y aunque siempre recibía los más severos castigos, mantenía su actitud desafiante y combativa.

El domingo 13 de abril de 1930, el Presidente firma un indulto que incluye, entre ciento diez presos, al confinado y un poco avejentado Radowitsky. Las restricciones le imponen que deje el país, por lo que sale hacia Uruguay y termina trabajando como mecánico. Simón, te debemos una revolución.

- “El petiso orejudo”. Cayetano Santos Godino, o el preso número noventa, asesino compulsivo de menores, declarado alienado mental y víctima de “imbecilidad incurable” fue confinado a la cárcel de Ushuaia desde el 12 de noviembre de 1915 hasta el último día de su vida, en 1938. Su conducta fue mejorando a lo largo de los años, aprendió a leer y a escribir, aunque de forma irregular, y solía trabajar como peón en el taller de corte de astillas y en otras tareas livianas, por indicación médica.

El 4 de noviembre de 1927 se realiza una cirugía estética en sus “orejas aladas”, puesto que se presume que su maldad radica en esa parte de su cuerpo. Aparte de esta visita, es internado frecuentemente, porque recibe fuertes golpizas de sus compañeros de la sección de carpintería, molestos porque el “petiso orejudo” mortifica, maltrata y tortura al gato, mascota del taller. Aparentemente, quemaba a los gatos en las estufas, atraía con pan a las gaviotas y después, antes de soltarlas, les pinchaba los ojos. Era un tipo jodido. Pidió en varias ocasiones que le otorgaran libertad condicional en virtud de su “ejemplar comportamiento”, pero las solicitudes fueron rechazadas.

Desde 1933 no recibía noticias de su familia, pero incansablemente, todas las semanas, escribía largas cartas con su pésima caligrafía. Murió joven, en 1938, víctima de la tuberculosis. Sus elefantiásicas orejas quedarán en el recuerdo de los gatos maltratados.

- Cierra la lista célebre un caso mitológico. La leyenda asegura que sí, pero en los archivos, prontuarios y registros judiciales no hay ninguna prueba. Lo cierto es que Carlos Gardel, o su fantasma, pudo haber estado preso en Ushuaia. Los motivos de la condena se debaten entre líos de mujeres y política, o un tiroteo en el que había actuado de campana. En el momento en el que debió de estar apresado, contaba con diecisiete o veinte años, y de ser cierta la historia, el Jilguero pudo haber alegrado un poco la dura vida de los presos del penal. ¡Tócate otra, Zorzal!

Fuente de Info: “El hombre que está solo y espera: Historia de la Cárcel de Ushuaia” de Lucas Gastiarena.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Splinter

Una noche, dentro de una caja inesperada, el Maestro Splinter regresó. Y con él toda una infancia de toboganes y juguetes por la ventana. Lleva el mismo traje ninja, la misma mirada adusta. Son recuerdos envueltos en un muñeco de plástico, un regalo enorme que jamás imagine. Mil gracias suena a poco. Habrá que negarse a crecer entonces.

martes, 23 de febrero de 2010

Osvaldo Soriano: Cuentos de los años felices

Durante los años en que el escritor vivió en Tandil forjó amistades inoxidables y descubrió su pasión por la literatura. Rodeado de un grupo de intelectuales, aquí nacieron sus primeros cuentos y su prosa periodística. Esta es la esta historia del joven Soriano, de aquel que cambió la pelota de fútbol por las novelas norteamericanas.

"Recordó, de pronto, una lluvia verde y unos cerros bajos y cubiertos de árboles. Vio el diminuto lago solitario, la cinta de pavimento, la curva donde había detenido el auto aquel mediodía de hacía cinco años, cuando la lluvía caía violenta y fragante y él se sentía solo (...) Jamás había olvidado esa imagen de sí mismo, en la pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires donde había vivído muchos años" - Triste, Solitario y Final

La noche sigue siendo su compinche. Era de madrugada cuando se refugiaba en su máquina de escribir y descifraba con exquisita audacia los susurros de los arrabales, los enredos de algún amor de su niñez y los partidos de fútbol del fin del mundo. Entonces, acompañado por el ronroneo de sus gatos y el espeso humo de esos cigarros gruesos, dejaba que sus dedos trajeran personajes únicos: los siempre perdedores, los cazadores de utopías, los criminales de borceguíes, protagonistas tan ambivalentes como la idiosincrasia de nuestra viveza criolla. Y el café era el compañero de esas veladas ermitañas, cuando Buenos Aires, París o Bruselas se convertían en laberintos de muros de cemento. Así, cuando el sol insolente se asomaba por las hendijas de las ventanas, dejaba una pila con sus escritos y hasta mañana, adieu, aunque sus personajes lo acompañaran durante todo el día, en el subte o en el bar.Recuerdo que cierta vez un periodista, quizás un colega conocedor de sus manías, le preguntó quién era él. “¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quiénes somos? (...) Yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna”, respondió Osvaldo, seguro. Y aún hoy, cuando pasaron tantos años de su exilio terrenal, la noche sigue siendo su compinche, el único lugar donde nacen sus historias y se hacen eternas, como si fuera el abrigo de la luna el refugio donde no hay más penas ni olvido.
En el camino
La historia, caprichosa madama del destino de los hombres, quiso que Osvaldo Soriano se convirtiera en escritor en Tandil. Sin embargo, no nació aquí, sino en Mar del Plata, un día de Reyes del `43. Su infancia fue un constante viaje por diferentes ciudades del país, debido a que su padre, José Vicente Soriano, era inspector de Obras Sanitarias y su oficio lo obligaba a tener que mudarse de nido con mucha frecuencia.De modo que el joven Osvaldo anduvo pateando las calles de San Luís, Río Cuarto, Córdoba –luego estuvieron sólo unos pocos meses en Tandil- y Cipoletti, en el Sur, lugar que definió como un verdadero far west. “Las calles eran de tierra. No existía ninguna casa de dos pisos. No había ninguna librería. Los únicos entretenimientos eran el cine y el fútbol. De ahí que yo soñara con ser futbolista. Esa fue mi primera vocación", explicó el propio Soriano años después.
En aquel entonces, sus sueños tenían más relación con transpirar la numero nueve de San Lorenzo que con escribir novelas al mejor estilo Raymond Chandler.Ese amor por el balompié y los recuerdos de los bizarros partidos en la Patagonia, se convirtieron en geniales cuentos, tal como “Orlando, el sucio”, “El Mister Peregrino Fernández” y “El penal más largo del mundo” que, dicho sea de paso, fue convertido en largometraje por el director español Roberto Santiago en el año 2005.
Pero los cuantiosos viajes de su niñez le trajeron el desamparo y la soledad de perder amigos con cada exilio involuntario. “Es tan corta la vida y son tantas despedidas”, entona un cantautor madrileño y la frase define toda la infancia de Osvaldo como un polaroid de esos años.En una entrevista del año `95, Osvaldo le recriminó a su padre esa situación: “¿por qué no me preguntó si yo quería vivir en todos los sitios adonde lo llevaba su trabajo?”, se cuestionó en aquella oportunidad.
De todos modos, esa bronca pasajera sería efímera en comparación con todo lo que realmente quiso a su padre, a quien consideraba “un luchador, porque creía que había un mañana mejor para la Argentina” y a quien le dedicó varios relatos de “Cuentos de los años felices”. Finalmente, las vueltas de la vida y el trabajo del sostén de la familia, quisieron que los Soriano se erradicaran en la ciudad de Tandil, donde había nacido Eugenia, la madre de Osvaldo, quien ya tenía veinte años y, de a poco, estaba por cambiar la pelota por los libros.
Tandil era una fiesta
Cuenta Néstor Dipaola, reconocido periodista e historiador local, que la ciudad de aquellos años sesenta era un verdadero caldo de cultivo de la expresión artística, filosófica e intelectual. En los bares, en la Universidad –recientemente fundada- se respiraba el olor a cambio, a revolución, que tanto marcó a las generaciones de la “imaginación al poder”.
De la misma forma, tiempo después en Buenos Aires, la describió Osvaldo Soriano: "Tandil me parecía Nueva York. Era una ciudad con edificios de cinco pisos, con grupos teatrales, bibliotecas, librerías. En los cafés, me incorporaron a la mesa de intelectuales de Tandil. Eran todos socialistas. Dejé de pensar que sería jugador de fútbol y decidí ser escritor. Las dos actividades tenían algo en común: eran perfectamente inútiles, pero muy placenteras". No obstante, el “Gordo”, como lo apodaron sus amigos desde siempre, descubrió la literatura de la mano de Juan Campagnolle, quien en ese entonces era novio de su prima.
En una entrevista con el escritor Mempo Giardinelli, Soriano relató aquel bautismo de fuego con los libros: “Un día el novio de una prima me cuestionó el hecho de que yo era un ignorante. Me dijo que había encontrado un libro en su biblioteca, y que le parecía que a mí me iba a gustar. Era una novela de ciencia ficción: "Soy leyenda", de Richard Mathieson. Fue el primer libro que leí en mi vida. Me encantó, y cuando lo volví a ver, le dije: "Dame más". Y entonces me trajo "Los hermanos Karamazov". Mira qué bestia”. Así, contrajo un comportamiento cuasi-adictivo con las lecturas que su amigo le aconsejaba, y las páginas de célebres escritores como Flaubert, Quiroga y Maupassant comenzaron a fluir delante de sus ojos.

Condenado a escribir
Tras haber abandonado la escuela secundaria años antes, el joven Soriano comenzó a trabajar en la Metalúrgica Tandil, una industria local donde iban a parar muchos jóvenes laburantes. “En la Metalúrgica tiene la suerte de ser contratado como sereno de la noche, entonces tenía tiempo para leer y escribir durante esas horas”, explicó Néstor Dipaola, en diálogo con este cronista. Asimismo, por las tardes, el veinteañero comenzó a frecuentar los círculos intelectuales de la ciudad. “Soriano acá conoce a un gran escritor, como lo fue Jorge Di Paola, quien era unos años mayor que él. Se encontraban en la confitería “Rex” -donde ahora está la Sociedad Española- un lugar común de los intelectuales de la época, entre ellos el polaco Witold Gombrowicz. “Rex” era un enorme bar que fue emblemático, donde también había importantes bailes para la juventud en las décadas del `50 y `60” recordó el periodista, un referente en la historia de la ciudad.No obstante, no faltaría mucho tiempo para que el “Gordo” comenzara a utilizar su propia pluma, entusiasmado por sus compinches literatos.
“Una cierta mañana en el bar, llega Soriano con una cantidad importante de hojas que había escrito para dárselas a “Dipi” –apodo de Jorge Di Paola-, para que las lea y le diga qué les parecían. A los pocos días se encuentran, luego de haber leído su obra, y “Dipi” le dice textualmente: “Vos estás irremediablemente condenado a escribir”. Esa frase exacta dijo. Ahí Soriano se entusiasmó muchísimo. Fue Jorge Di Paola el primero en darle el aliento para su literatura. Esa frase textual, fue lo que lo marcó y lo alentó a seguir escribiendo” explicó el periodista, pariente lejano del ya fallecido “Dipi”. Aquella alegoría sartreana, de la condena de la libertad, funcionó de veras.
Las bellas artes
En el mismo plano, Soriano aprovechó la diversidad cultural de la ciudad de Tandil para incursionar en la actividad teatral y en el cine. Según Víctor Laplace -ver recuadro-, renombrado actor, luego de las jornadas laborales en la Metalúrgica, tenían el PTE (Pequeño Teatro Experimental) donde discutían de la cultura y de la vida, junto a Juan Campagnolle, Jorge Di Paola y el Colorado Julio Lester, entre otros interesados en la temática. Producto de esta experimentación, surgió una producción audiovisual en formato de corto, una hilarante comedia en blanco y negro la cual está disponible en You-Tube para los curiosos cibernautas.
A su vez, en el séptimo arte de Tandil, Soriano fue progenitor del Cine Club, un proyecto destinado a difundir películas alternativas. Carlos Gastaldi, dueño de la tradicional librería “Don Quijote” y conocedor de las andanzas del “Gordo”, explicó que “en el Cine club se proyectaban distintas películas, pero no las comerciales y convencionales, sino cine de protesta, en esa época estaba de moda la Nueva Ola Francesa”.
En conversación con quien escribe, Gastaldi también reconoció los prejuicios de la época frente a estas expresiones. “Esto no era muy bien visto en aquellos días, ya que ese cine parecía de izquierdistas, la gente los miraba como si fueran bichos raros, pero ahí se veían películas que en el circuito comercial no se exhibían. Se proyectaban en lo que era el Cine Avenida, donde ahora está Museo, y no recuerdo si se alcanzó a presentar en el Cine Club de Excursionistas” comentó el experimentado librero.
Luego, aproximadamente en el año `65, Soriano pudo cambiar su rutinario trabajo en la fábrica local, para incursionar en el periodismo, oficio que tenía la ventaja de permitirle desarrollar su escritura. Como el fútbol seguía teniendo espacio en su corazón, se convirtió en redactor de la sección Deportes, en El Eco de Tandil. No obstante, allí también publicó algunos de sus primeros cuentos, los cuales tiempo después descalificó de manera rotunda. Luego Soriano pasó a Actividades, un vespertino que quedaba en la calle 9 de Julio, entre Pinto y Belgrano -ahora hay una playa de estacionamiento- donde consiguió escalar a Jefe de Deportes e implementar una paradójica forma de titular, sumamente novedosa para el periodismo local.

Cartas a un señor de Paris
En esos años de periodista, una de las máximas influencias del “Gordo” Soriano, era sin dudas, Julio Cortázar quien vivía en París, el centro mundial de las expresiones artísticas. Durante aquellos días sesentistas, Cortázar, un escritor ya consagrado -que supo revolucionar las letras y dar un giro copernicano a las concepciones sobre cómo escribir una novela, con Rayuela en el `63- parecía un intelectual inalcanzable. Sin embargo, Soriano logró llegar a él a través de una insólita correspondencia. “Yo vivía en Tandil y empezaba a escribir algunos cuentos horribles. Como todo el mundo tenía su dirección, yo también. Y le envié el texto. Un mes después recibí una carta. Se había tomado el trabajo de arrancar de La revista de Occidente su cuento Una flor amarilla, uno de sus grandes cuentos, por otra parte. Y nada más. Por supuesto, entendí bien que esa no respuesta era una respuesta en sí misma, casi una gentileza” explicó el “Gordo” en referencia a la curiosa respuesta de Cortázar.
Más allá de ese gesto, la relación entre ambos escritores se volvió a cruzar en forma de correo. Precisamente, en 1973, ya en Buenos Aires, Soriano le regaló “Triste, Solitario y Final” a Cortázar en unos de esos exquisitos encuentros casuales. Sobre esto, contó el “Gordo”: “Se lo llevó y más tarde me envió una hermosa carta, de esas con las que cualquier escritor que recién empieza puede soñar. Y sobre todo si un tipo como él se toma el trabajo, ¿no? Cuando “Triste...” salió en Francia, él retocó el texto de esa carta y la transformó en un prólogo que yo conservo en castellano como algo muy preciado”.
Sin dudas, hoy en día, esa correspondencia resulta algo invaluable, un tesoro que sólo los amantes de las letras pueden concebir en toda su magnitud. Pero son papeles ajenos, ocultos en cajones empolvados, cuyos dueños resguardan como textos sagrados.

Destino Buenos Aires
El correr de los días, la ida de sus amigos a Capital, la búsqueda de nuevos horizontes para la creación, hicieron que el joven Osvaldo, quien ya tenía veintitrés años, pensara únicamente en la idea de llegar a Buenos Aires cuanto antes. En su concepción, allí podría crecer como escritor, ese era su mayor desafío.“Lo que te puedo decir es que era un muchacho de no muchas palabras, más bien tímido y a mi me parecía que, no era que no estaba a gusto en el diario Actividades, sino que ya estaba con su cabeza en Buenos Aires, pensando en cuándo podría entrar en la prensa grande. Con lo cual, trabajar con esa idea, no lo dejaba concentrarse en lo que hacía acá en Tandil” explicó Néstor Di Paola, quien conoció personalmente al “Gordo” como obrero de la tinta y el papel.
Finalmente, la oportunidad llegó inesperada. Durante la Semana Santa, el periodista Francisco Juárez de Primera Plana, le ofreció a Soriano escribir una nota sobre el Vía Crucis tandilense. El resultado fue una nota polémica en la que ironizaba de manera desopilante sobre el tradicional festejo católico, lo cual le valió el odio de los eclesiásticos locales. “Se armó un revuelo bárbaro –contó Nilda Villareal, prima de Osvaldo-. Hasta Monseñor Actis mandó una carta a Primera Plana para quejarse por la nota. Pero Osvaldo ya tenía ganas de irse...”De modo que Soriano aprovechó la publicación de su nota para tomarse el primer colectivo hacia Capital. Así, sin previo aviso, con la valentía de la juventud y sin un mango en el bolsillo, se apareció en la redacción de Primera Plana.
Francisco Juárez, un periodista porteño, comentó sobre aquel episodio: “Osvaldo andaba sin plata y no tenía dónde dormir. La redacción estaba en Perú y Belgrano, así que caminamos por Avenida de Mayo hasta un hotel desvencijado. “Acá”, dijo, porque vio que el hotel se llamaba Tandil. Se instaló en un cuartito de la terraza. Entonces le inventamos una nota sobre Berisso, para que saliera del paso" explicó su colega, quien le tendió una mano en ese momento crítico y alegó sentirse conmovido por “ese hombre de 26 años con cara de bebé y bolsito al hombro”. Ese primer paso sería fundamental para cimentar su trayectoria, como un penal mano a mano con el arquero y después el gol inevitable.
El resto es historia conocida. La vida le daría una revancha. Se convertiría en un escritor de culto, en un best-seller indiscutido, en un paradigma de la escritura popular, donde el fútbol y la política no fueron temas menores de su literatura. Así, tarde o temprano volvería a Tandil: en persona visitando a sus parientes y amigos; y en sus anécdotas y novelas, donde siempre existía un párrafo aparte para este paisaje serrano.“Para mí es cómo si aún estuviese en Francia, quizás es una negación psicológica, pero para mí todavía no volvió del exilio” me comenta Juan Campagnolle por teléfono, con la voz cadenciosa que compartió mil charlas con el “Gordo”. Quizás tenga razón, quizás aún esté dando vueltas, vaya a saber uno en qué ruta polvorienta, en qué pueblo infinito o en qué café nocturno. Mientras, nos dejó sus libros, eternas partes de su ser, esos cuentos de los años felices.
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Osvaldo Soriano según Víctor Laplace

“Tenía esa mezcla de lo popular con lo más excelso del arte”
Alguna vez Víctor Laplace reconoció que, cuando trabajaba con 14 años como obrero en la Metalúrgica Tandil, descubrió lo que era realmente la felicidad. Que si bien eran épocas de jornadas duras, existían las luchas obreras, las reivindicaciones y bajo los adoquines parecía haber arena de playa.
Quizás resulte lógica la deducción del origen de la felicidad de Laplace. En esos tiempos, eran muchos –la mayoría- los que pensaban de esa forma. En la Sorbona, pleno mayo francés, un graffiti lo decía todo: "Decretemos el estado de felicidad permanente".
Por este motivo, para recordar esos días y a Soriano, es la siguiente entrevista con Víctor Laplace. La misma fue realizada a través de un intercambio vía correo electrónico y, aunque la distancia lo impida, las palabras suenan cercanas, como si Víctor estuviera sentado, con voz susurrante y gesto nostálgico, en cualquier bar de esta ciudad serrana.

-¿Cómo descubrió Osvaldo Soriano la literatura?
-Osvaldo siempre decía que había descubierto tarde la literatura. Si bien en la fábrica se lo pasaba leyendo, él en verdad era un periodista en potencia porque tenía el don de observar la realidad de una manera diferente y eso es lo que, en definitiva, lo llevó a escribir con otro vuelo. Creo que fue Madame Bovary, de Flaubert, la novela que le dio vuelta la cabeza. Sin embargo tenía un apego muy grande a las cosas nuestras. No es casual que “No habrá más penas ni olvido” esté situada en Colonia Vela. Pero todo impactaba en él de una manera diferente.

-¿Cómo era su relación con el cine? , ¿Qué tipos de películas proyectaban en el Grupo Cine?
-Cuando tuvo el Grupo Cine junto a otros tandilenses, devoraba películas, tenía mucho amor por el cine americano pero sin embargo siempre decía que “El Dependiente”, de Favio, era la película que más lo había conmovido. También rescataba “Cenizas y Diamantes”, del polaco Andresj Wajda pero sus ídolos era Laurel y Hardy a quienes amaba, lo decía, más que a Chaplin. Esta heterogeneidad en sus gustos le dio una mirada amplia del mundo, de las personalidades y de las angustias por los antihéroes, como después lo reflejara en sus novelas. De hecho, “Triste, Solitario y Final” pienso que resume sus pensamientos y para mí es su mejor obra.

-¿Cómo describiría su personalidad literaria?
Fue un amante de lo popular pero eso no le impidió atreverse a literaturas que por aquel momento eran propias de los intelectuales, como Italo Calvino, por ejemplo.
Amaba los thrillers y el policial negro como la gente de la época, Raymond Chandler también estaba entre sus favoritos y por ende las películas con Humprey Bogart que representaban aquellas novelas.
Nada de esto impedía su devoción por el fútbol, de hecho fue cronista deportivo y tuvo una gran pasión por su San Lorenzo, equipo del que conocía de memoria todos sus jugadores, incluso los de reserva.

-¿Cómo clasificaría su tendencia ideológica?
El mundo Soriano era inmenso y siempre fue un rebelde a la hora de analizarlo. Su tendencia ideológica era de izquierda, una especie de socialismo romántico que lo emparentaba con el dramaturgo Roberto Cossa.
Fue precisamente su rebeldía lo que lo llevó a saltar a Buenos Aires con su conocida crónica crítica sobre la semana santa en Tandil que lo catapultó a Primera Plana. Tuvo la suerte de rodearse de grandes periodistas como Osiris Troiani y otros hasta que en el diario La Opinión, de Jacobo Timmerman, pudo poner su sello. Ese fue para mí su gran salto. Además, el hecho de ser un futbolero, amar al Gordo y el Flaco, lo distinguía de otros intelectuales, esa mezcla de lo popular con lo más excelso del arte.
Por otro lado, también tenía su compromiso con la realidad, lo que le valió el exilio ya que estaba en la lista de la temible Triple A. De todos modos, cuando venía a Tandil no ocultaba sus miedos, pero no por ello dejaba de reunirse con sus amigos en la confitería El Cisne. Como muchos otros argentinos sufrió la persecución y fue en su ida cuando empezó a producir más como escritor y a ser reconocido más afuera que aquí.

-Personalmente, ¿cuál fue un recuerdo inolvidable junto a Soriano?
-En lo personal más allá del grupo de Teatro que formamos en la Confraternidad Ferroviaria y miles de anécdotas de él, forzadamente hacia el trabajo de actor, debo agradecerle el hecho de que me haya presentado a Julio Cortázar, fue en Paris, me llevo a la casa de él y ahí presencié una discusión muy familiar en relación a quien debía quedarse con el gato que era de Cortázar y que el Gordo, como le decía afectuosamente Julio, no estaba dispuesto a cuidar. Conocerlo a Cortázar en esas circunstancias fue inolvidable para mi; de pronto eran dos niños.

-¿Qué pensaba Soriano de la ciudad de Tandil?
-Soriano había llegado a Tandil sin muchas ganas, pero se rodeó de gente que impactó mucho en su vida y en su imaginario. En realidad Osvaldo, si bien era una persona muy sensible por los afectos y quienes lo rodeaban, nunca se proclamó un tandilero. Más bien era crítico de la ciudad pero en el fondo no podía disimular que algunas cosas lo ataban aquí. Una vez se enojó, según me cuenta un amigo, porque, siendo ya famoso, la universidad nunca lo había invitado a dar una charla y cuando lo hicieron, no quiso. Igualmente estuvo dando una charla en lo que fue la confitería del club Santamarina, presentado por el periodista Julio Varela, en una feria del libro donde habló de literatura pero más se entusiasmó hablando de San Lorenzo.

-¿Cree que la ciudad le ha brindado el debido homenaje a Soriano?
-No creo que Tandil haya sido injusto con él. Hay una plaza que lleva su nombre y sus amigos nunca lo olvidan. De hecho la Universidad hizo un concurso artístico llamado Universo Soriano. Como dije, fue un rebelde y un bohemio. Así fue como lo conocí en esas épocas en que en Tandil desafiábamos a la cultura pre existente haciendo teatro, escribiendo o mirando esas películas que muchos llamaban “raras”. Fue un personaje difícil de olvidar pero más que nada un talento que no resulta fácil encasillar. Tan particular él y su obra.