De haber sabido que se enamoraría de ella, Marcos “Cogote” Díaz no hubiese ido al Hipódromo de La Plata aquel domingo de septiembre. Eso no estaba en sus planes. Las deudas, la hipoteca, el divorcio, eso sí. Pero la morocha de pelo fino al viento, de piel suave y cándida mirada negruzca le había arrebatado –por más cursi que suene- el corazón. Y el bolsillo. Desde su asiento la veía caminar con pasos sutiles, sorteando el lodo que la lluvia había formado a los costados de la pista y erigiendo el semblante hacia el cielo detrás de la línea de largada. Él, un viejo burrero de Tolosa, nunca apostaba por una primeriza. Era extraño lo que sentía, pero hoy había dejado hasta sus últimos centavos en ella.
Esa nochecita la pista parecía agujereada por cráteres de fango. Cogote estaba sentado en la tribuna Paddock, de asientos de plástico verde y escalinatas de cemento. A lo lejos, detrás de los tilos que rodeaban el hipódromo, observaba las chimeneas de la petroquímica de Berisso. Eran como grandes fósforos metálicos en la negrura del cielo. Después sus ojos estudiaban la Palermo Edición Azul. “Donna Jenny. Hembra. Zaina. 56 kg. Debutante. Sale al ruedo una pensionista del stud El Principio con trabajos que le llenaron los ojos a nuestra gente experimentada. Todo parece indicar que será una ganadora a corto plazo. ¡Guarda!”. Rara vez la revista le erraba. Los buscafortunas la consideraban un manual infalible.
Un policía merodeaba por ahí con un largo tapado negro. Cogote se lo imaginó como un cosaco condenado en la Siberia. “Hoy puede ganar cualquiera. La pista es un chiquero. Puro barro y charco. Estas canchas son las más difíciles. Y del viento que hay se doblan las luces de la pista. Una cosa de locos”, le dijo el guarda. Cogote no le respondió. En cambio, continuó fumando su Le Mans, exhalando el humo con un suspiro de agobio. El cosaco interpretó el mensaje y se retiró de la escena. Para algunos burreros, la previa de la carrera debía ser un ritual silencioso. Para otros, lo contrario. Por eso le exasperaban los improperios de sus colegas de juego. No tenía sentido putear a un caballo. ¿Qué forma de incentivo era esa?
Entonces la volvía a ver. No le quitaba los ojos de encima, sobre todo se imaginaba el placer de montarla. Una estadía en el paraíso debía ser ese momento. Arriba suyo, apretando sus piernas y dejándose llevar por su galope de damisela de burdel. Así se imaginaba. Era feliz de sólo pensarlo. Y, cuando la insolente voz del altoparlante ordenaba el ¡largaron!, él apretaba el boleto en su mano venosa y la observaba con un hilo de baba colgando de su boca. Todavía faltaba mucho por correr cuando prendió otro pucho y vio a su yegua encarar la primera curva con galope acelerado. La montaba un tal Villagra. Un maldito Villagra.
Cabeza a cabeza, cuerpo a cuerpo. Así de pareja resultó la disputa. Cada fustazo en los muslos de las yeguas sonaba como un seco disparo de arma de fuego. Cada relinche sonaba a quejido rabioso. La calma ya no existía en aquella reunión de domingo. Todo era un manojo de nervios en medio de la fría noche.
Al parecer Estelma, la yegua campeona del stud Maripa, avanzaba primera en los últimos veinte metros. Pero sólo un cuerpo la distanciaba del pelotón de rezagadas. De allí, con la cabeza agachada, simulando el pico de un cohete, surgió imprevista la debutante. Gracias a un arranque fugaz, se despegó de la turba y se posiciono a la altura de la yegua estrella dejando boquiabiertos a los apostadores ortodoxos. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”, gritaban unos viejos en la tribuna. “¡Vamos Villagra, viejo y peludo nomás!”.
A pocos metros del final, Donna Jenny avanzó a la altura de su contrincante. Y en un pestañeo, ambas cruzaron la línea de llegada a la par. Hubo un silencio de cementerio durante los segundos siguientes. Hasta el viento cesó de soplar. La impresión general era de empate. Un empate con sabor a nada. Pero el cartel electrónico mostró con timidez una H. Un hocico. Donna Jenny había ganado por diferencia de un hocico.
En la tribuna Paddock, estallaron las gargantas de los pocos que habían apostado por este resultado. Ellos corrieron a las ventanas de Pagadores en busca de su suculento premio. Mientras, el televisor mostraba la imagen de un sonriente Juan Villagra y su yegua. Ya eran más de las diez.
Un viejo de cuello de pollo observaba el festejo del jockey en la pista. “¿Vio, Cogote? ¡En el fango se ven los pingos!”, bromeó el cosaco, antes de perderse en el tumulto de burreros y aprendices amontonados entre las escalinatas grises. Cogote sonrió. Tenía un boleto ganador en sus dedos entumecidos y una hermosa excusa para volver al Hipódromo el domingo próximo. Era extraño lo que sentía, era la primera vez que apostaba por una primeriza.
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