Aquella noche lo encontré de casualidad. Yo había intentando ponerme a escribir algunas líneas en la vieja máquina pero desistí cuando se me antojó un trago. Deje mis lentes sobre la mesa y me puse el gabán negro. Mire el reloj. Tres y media. Al salir, caminé en medio de la niebla hasta encontrarme con “Lloyd´s”. Nunca había estado en aquel bar de mala muerte. Por eso me sorprendió tanto verlo a Brian allí. Lo había conocido hacía unos meses, en una entrevista sobre Their Satanic Majesties Request que escribí para el periódico local. La crítica odiaba ese disco. Decían que era una copia bastarda de Sgt. Peppers. Brian pensaba que los críticos eran unos idiotas. Desde luego que tenía razón.
En esos lejanos días, Brian salía con Anita. Ella era una desconocida muñeca italiana en los Estados Unidos. Había venido a probar suerte en el cruel firmamento de Hollywood. Muñeca, así la llamaba Brian. Me acuerdo que una vez me habló de su cabello, de su sedoso cabello rubio. En “Lloy´ds” decidí no preguntarle por ella. Anita todavía era una herida abierta. Como tantas otras.
Cuando entré al bar, camine hacia la barra. Un par de borrachos yacían dormidos allí. Mire hacia las mesas del fondo, donde apenas llegaba la amarillenta luz del lugar. Lo reconocí de inmediato. Llevaba el pelo rubio más largo y desprolijo que de costumbre. Ya no tenía ese corte al estilo príncipe del medioevo. Sonrió cuando me vio. Ya en su mesa, me ofreció de su Ballantines. Si no había Ballantines no tomaba whisky. Pero siempre algo tomaba. Hablamos un largo rato. Entre la nube de humo vi que el dueño del bar echaba a los borrachos a patadas.
–Vamos por diferentes caminos. ¿Entiendes, Phil? – señaló con un tono de voz cercano al susurro – Ni siquiera quería que yo toque la citara en Paint it Black. Luego fue un éxito. En lo de Ed Sullivan nos aplaudieron de pie. Si le preguntas ahora seguro te dice que fue idea suya…
Era raro oírlo hablar tan despacio. Las pocas veces que lo escuché hablar de los Stones –y de Mick- él había terminado a los gritos. Salvo aquella noche en el bar.
Mientras lo veía tomar, recordé la vez que se pelearon con Keith. Brian me había invitado a verlos al club. La pelea fue después del show. Por lo de Anita, claro. Brian no lo pudo soportar y le pegó una trompada -jamás había visto una trompada con esa fuerza- en la mejilla izquierda. Me sorprendió. Ese flaco que hacía canciones melosas y no podía matar ni una mosca le había dejado el ojo morado a Keith de un tremendo piñón. Luego se tomó un taxi de inmediato y se esfumó.Al llegar a su hotel en Firm Square, Brian tomó hasta el último gramo de ácido que encontró en sus maletas. Quería olvidarlo todo. Lo logró. Al menos mientras duró el segundo de psicodelia. Su cuarto era un caos. Había botellas volcadas por doquier y la ventana estaba abierta. Creo que era Bob Dylan el que sonaba a todo volumen en el tocadiscos cuando, al otro día, lo encontré dormido en calzones en el sillón de cuero negro. Afuera nevaba. Brian era asmático. Entonces tuve miedo, mucho miedo. Era lógico. Pero él se rió a carcajadas cuando le conté de mi preocupación.
– ¿Sabes qué es lo peor, Phil? Ya no me siento parte de los Stones. Y yo los cree. Es extraño. A veces quiero dejar todo a la mierda…– me dijo en el bar, luego miró hacia al costado y se mordió los labios antes de suspirar – ¿Has estado en Marruecos? Allí es distinto. Es otra concepción de la música. Son flautas de barro. Hermosas flautas de barro. No hay canallas como Andrew Loog Oldham –y sonrió casi tímidamente. Andrew, el manager, le había rechazado varias canciones suyas. Siempre había preferido las firmadas por Jagger-Richards.
Sus canciones como solista eran desconocidas. Él presuponía que eran basura, por eso rara vez alguien supo de ellas. Una noche en Kentucky, entre borracho y dormido, lo escuché tocar una melodía de flauta con sus dedos flacos como ramas. Era una cancioncita similar a Ruby Tuesday. Se sorprendió cuándo le pregunte de quién mierda era esa melodía genial. Luego me quede dormido, escuchándolo como a un encantador de serpientes. Sucede que Brian se sentía cómodo con cualquier instrumento. No le gustaba encasillarse, ni en la música, ni en la vida. Por eso decía que sus guitarras eran como sus chicas. A veces le daba ganas de tocarlas, a veces de dejarlas al carajo.
- ¿Sabes qué voy a hacer, Phil? Irme a Marruecos. Ya no me importa la grabación del condenado disco. Se pueden ir todos al infierno – y tomó del vaso hasta dejarlo vacío. Luego se levantó de su silla y se despidió de mí con un hasta luego. Tras la ventana, vi que se tomaba un taxi rápidamente. Igual que la noche que había golpeado a Keith. Me quede sentado, no intente ir tras él como aquella vez. Creí que estaba en lo correcto.
Es que siempre me había sorprendido su voluntad de decisión. Cuando sus padres insistieron en que fuese arquitecto, Brian se fue de casa y empezó a tocar jazz en los suburbios de Cheltenham. Cuando su carrera se había estancado, conoció a Mick y a Keith -dos flacuchos adolescentes que apenas tocaban- y les propuso alquilar un departamento hediondo de Melbourne Street y no salir de ahí hasta tener un disco bajo el brazo. De ese experimento salió The Rolling Stones. Finalmente, cuando se pudrió de ellos, decidió irse a Marruecos a tocar con los músicos de Joujouka.
El inmundo bar “Lloyd´s” se sentía más vacío. No creí que volvería a escribir como tenía pensado. Entonces recordé aquella pregunta que le hice cuando lo conocí en la entrevista. Fue en noviembre en los estudios de Abkco. Todos estaban felices por el nuevo disco. Presumían que le banda había tomado un mejor camino musical.
- Oye, Brian ¿quieres ser famoso?- pregunte con el anotador en la mano cuando escuchábamos Citadel.
- Si, quiero ser famoso. Pero no quiero llegar a los treinta años -me respondió con una sonrisa de niño. Tenía veintiséis en aquel entonces. Brian siempre cumplía su palabra.
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