Cuando Simón Velásquez salía a caminar por las calles de La Plata imaginaba cómo sería ese preciso momento en el que vivía contado por un narrador, como si él mismo fuese el protagonista de un cuento, como si una voz en off relatara su vida:
“De bufanda gris, gabán negro y zapatos de cuero marrón, Simón piensa en cuánto le gusta esto de caminar solo por las calles, pisando hojas secas y reflexionando sobre las profundas cuestiones de la humanidad. Simón tiene el pelo corto peinado al viento y una barba de tres días que le sombrea parte del rostro. Veintipico, estudiante de Letras en la UNLP. Adicto al capuchino y a las tostadas con mermelada de durazno. De chico soñaba con ser paleontólogo y dedicar su vida a buscar t-rexs en la Patagonia, en el Valle de la Luna o en el patio de su casa en Lobería, pero con los años los huesos fueron cambiados por los libros. Ahora, en cambio, fantasea con ser un Joyce del Tercer Mundo (“fantasea, que quede claro” piensa Simón mientras cruza hacia la diagonal)
A Simón poco le importa el frío que es, en definitiva, el culpable de que la Diagonal 77 sea un desierto adoquinado. Para colmo es frío y es domingo, domingo a la tardecita, nefasto momento de la semana, “bajón de anfeta” según el Zapa, su vecino que escucha el mismo CD de Serú cuarentiquince veces al día. (“¿Cuarintiquince? Tendría que buscar otra forma…” volvía a reflexionar para sí)
Llegando a la intersección con la calle 5, Simón se cruza con Agustina (“Tiene cara de Agustina, definitivamente” adivina) una joven rubia con ojos negros brillosos que camina apurada con las manos en los bolsillos. Lleva puesto un morral norteño y una campera de lana color crema con grandes botones negros. Fanática del té con leche, las rodhesias y los chistes de Liniers (“Liniers, si, puede ser”), hace teatro desde los nueve años e interpretó a Desdémona cuando iba a séptimo grado -su abuelo lloró de emoción esa noche en el Cervantes-. Actualmente, para bancarse los estudios, trabaja de camarera en un restaurante de poca propina.
Ambos se miran. En ese instante en el que sus ojos se encuentran, en ese segundo en que se cruzan ambas miradas, ellos perciben una inmediata identificación, una especie de sinapsis visual (¿Especie de sinapsis visual? Ah bue...) que los moviliza. Son tal para cual, el uno para el otro, perfectamente compatibles.
Sin embargo, cada uno sigue caminando, como si nada hubiera pasado, sin saber que dejaban atrás a esa otra persona que buscarían por el resto de sus vidas”
Cuando Simón Velásquez salía a caminar por las calles de La Plata imaginaba amores que nunca se llegaban a concretar.
“De bufanda gris, gabán negro y zapatos de cuero marrón, Simón piensa en cuánto le gusta esto de caminar solo por las calles, pisando hojas secas y reflexionando sobre las profundas cuestiones de la humanidad. Simón tiene el pelo corto peinado al viento y una barba de tres días que le sombrea parte del rostro. Veintipico, estudiante de Letras en la UNLP. Adicto al capuchino y a las tostadas con mermelada de durazno. De chico soñaba con ser paleontólogo y dedicar su vida a buscar t-rexs en la Patagonia, en el Valle de la Luna o en el patio de su casa en Lobería, pero con los años los huesos fueron cambiados por los libros. Ahora, en cambio, fantasea con ser un Joyce del Tercer Mundo (“fantasea, que quede claro” piensa Simón mientras cruza hacia la diagonal)
A Simón poco le importa el frío que es, en definitiva, el culpable de que la Diagonal 77 sea un desierto adoquinado. Para colmo es frío y es domingo, domingo a la tardecita, nefasto momento de la semana, “bajón de anfeta” según el Zapa, su vecino que escucha el mismo CD de Serú cuarentiquince veces al día. (“¿Cuarintiquince? Tendría que buscar otra forma…” volvía a reflexionar para sí)
Llegando a la intersección con la calle 5, Simón se cruza con Agustina (“Tiene cara de Agustina, definitivamente” adivina) una joven rubia con ojos negros brillosos que camina apurada con las manos en los bolsillos. Lleva puesto un morral norteño y una campera de lana color crema con grandes botones negros. Fanática del té con leche, las rodhesias y los chistes de Liniers (“Liniers, si, puede ser”), hace teatro desde los nueve años e interpretó a Desdémona cuando iba a séptimo grado -su abuelo lloró de emoción esa noche en el Cervantes-. Actualmente, para bancarse los estudios, trabaja de camarera en un restaurante de poca propina.
Ambos se miran. En ese instante en el que sus ojos se encuentran, en ese segundo en que se cruzan ambas miradas, ellos perciben una inmediata identificación, una especie de sinapsis visual (¿Especie de sinapsis visual? Ah bue...) que los moviliza. Son tal para cual, el uno para el otro, perfectamente compatibles.
Sin embargo, cada uno sigue caminando, como si nada hubiera pasado, sin saber que dejaban atrás a esa otra persona que buscarían por el resto de sus vidas”
Cuando Simón Velásquez salía a caminar por las calles de La Plata imaginaba amores que nunca se llegaban a concretar.