“¡Juego!”, gritás mientras levantás la mano derecha. Sentís que sólo eso basta para poder participar de esa reunión amena en la que tanto te divertís. A continuación, tu destino lo decide el azar en un sorteo impredecible: “Sandía sandia tu serás un gran policía, melón melón tu serás un gran ladrón”. O quizás tu suerte dependa de las intenciones de otros: “Jugando al huevo podrido se lo tiró al distraído, el distraído lo ve… ¡y huevo podrido es!”.
Decís “¡pido!” y todo a tu alrededor se detiene, como si el tiempo dependiera de esa sola palabra. En ese segundo, las corridas se frenan y la paciencia aguarda mientras vos te atás los cordones. Todos te esperan, nadie te apura. Luego, el juego continúa.
Si sos habilidoso, podés salvar a tus compañeros de aquella penitencia insufrible de tener que contar, o de estar en la cárcel con máxima vigilancia. Depende de vos.
En la intemperie, todos son iguales, aunque uno siempre es curioso: alguien me dijo que la “mancha venenosa es el primer contacto con el sexo opuesto” y yo le creí. Si de contactos hablamos, ¡quien no haya jugado nunca al doctor con la vecinita o con la prima que tire la primer piedra! Aunque cuando uno crece, la botellita simplifica mucho las cosas; el giro de la botella decide por vos y el beso llega inesperado.
Cansado llegás a tu casa. Parece que el Tamagochi está muriéndose de hambre y tu mamá te recuerda que anoche ese aparatito la despertó tres veces. Después del nesquik, prendés el family. El Islander, el Pacman o el Mario son tus juegos favoritos. Si Einstein dijo que la vida era una sola, los hermanos plomeros se encargaron de refutar esta teoría miles de veces. En cambio, las mujeres juegan con las barbies. Hoy, hay quienes reconocen no haber tenido ninguna y quienes testifican que prefieren jugar con Ken. Sobre gustos no hay nada escrito.
Otro día pasó. Antes de irme a dormir, escribo en una pared que encontré por ahí, que no tuve infancia y que me emborrachaba escuchando Charly García. Mentira. Extraño cantar: “¡Mambrú se fue a la guerra… que dolor, que dolor, que pena!”. La melancolía me esta matando.
Decís “¡pido!” y todo a tu alrededor se detiene, como si el tiempo dependiera de esa sola palabra. En ese segundo, las corridas se frenan y la paciencia aguarda mientras vos te atás los cordones. Todos te esperan, nadie te apura. Luego, el juego continúa.
Si sos habilidoso, podés salvar a tus compañeros de aquella penitencia insufrible de tener que contar, o de estar en la cárcel con máxima vigilancia. Depende de vos.
En la intemperie, todos son iguales, aunque uno siempre es curioso: alguien me dijo que la “mancha venenosa es el primer contacto con el sexo opuesto” y yo le creí. Si de contactos hablamos, ¡quien no haya jugado nunca al doctor con la vecinita o con la prima que tire la primer piedra! Aunque cuando uno crece, la botellita simplifica mucho las cosas; el giro de la botella decide por vos y el beso llega inesperado.
Cansado llegás a tu casa. Parece que el Tamagochi está muriéndose de hambre y tu mamá te recuerda que anoche ese aparatito la despertó tres veces. Después del nesquik, prendés el family. El Islander, el Pacman o el Mario son tus juegos favoritos. Si Einstein dijo que la vida era una sola, los hermanos plomeros se encargaron de refutar esta teoría miles de veces. En cambio, las mujeres juegan con las barbies. Hoy, hay quienes reconocen no haber tenido ninguna y quienes testifican que prefieren jugar con Ken. Sobre gustos no hay nada escrito.
Otro día pasó. Antes de irme a dormir, escribo en una pared que encontré por ahí, que no tuve infancia y que me emborrachaba escuchando Charly García. Mentira. Extraño cantar: “¡Mambrú se fue a la guerra… que dolor, que dolor, que pena!”. La melancolía me esta matando.