Ayer me dijeron que te fuiste. A lo mejor encontraste otro techo donde vagar, o quizás decidiste retomar tu eterno éxodo sin destino alguno para seguir con tus piruetas en chapas lejanas.
Al menos, eso me tranquiliza. Viajar es crecer, dicen.
Pero se te extraña che.
Equilibrista como ninguno, no le temías ni a las alturas, ni a las lluvias, ni a esos ermitaños que siempre envidiaron tu nomadismo y boicotearon tu andar con venenos prefabricados. Te tildaban de roedor… ¡justo ellos! Ellos que se vanaglorian de su encierro y no comprenden lo esencial de gastar las suelas, que no salen de esa burbuja hermética en la que sus días pasan sin pena ni gloria, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido. Ellos: la paradoja de una existencia sin romper el muro.
Y yo.
Yo espero algún día volver a encontrarte. Mientras, me excuso en las obligaciones de mi existencia: que la rutina me tiene atado; que llegar a fin de mes, que estudiar y vivir solo cuesta vida. ¡Todos nos aburguesamos al final, viste!
Me causa gracia. Me acuerdo de vos y me río solo, y es ahí cuando mi vieja se da vuelta y me mira con cara inquisidora, siempre buscando el porqué de mis muecas involuntarias. Me río porque nunca había visto tanto amor por la naturaleza, tanto desapego por lo material y lo humano como en vos. No había tribulaciones en tu andanza. Ibas y venias, descalzo entre las ramas, sutil entre las hojas, sin más brújula que tus bigotes y más escafandra que la de tu pelaje gris. Te veía pasar de noche, corriendo en la cornisa como un acróbata de alturas cercanas. Veía la velocidad en que tus cuatro patas recorrían la finitud del cable de cobre, desde donde caía tu larga cola inquieta.
Vos ni me mirabas, ni te dabas cuenta de que te estaba mirando desde el banco de plaza del frente de la pensión. A veces me ponía a tocar la guitarra en el banco como llamándote, mirando hacia el cable para ver si aparecías.
Es que siempre te miraba pasar, pero nunca me animé a detenerte y a decirte esto que,
como un cobarde, ahora te escribo. Y ahora ya es tarde, como siempre. Demasiado tarde me doy cuenta de las cosas que tendría que haber dicho pronto.
Mejor me despido.
No pienso volver a ese banco de plaza. Aunque, aún hoy, me cause gracia y mi vieja no entienda el porqué.
Al menos, eso me tranquiliza. Viajar es crecer, dicen.
Pero se te extraña che.
Equilibrista como ninguno, no le temías ni a las alturas, ni a las lluvias, ni a esos ermitaños que siempre envidiaron tu nomadismo y boicotearon tu andar con venenos prefabricados. Te tildaban de roedor… ¡justo ellos! Ellos que se vanaglorian de su encierro y no comprenden lo esencial de gastar las suelas, que no salen de esa burbuja hermética en la que sus días pasan sin pena ni gloria, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido. Ellos: la paradoja de una existencia sin romper el muro.
Y yo.
Yo espero algún día volver a encontrarte. Mientras, me excuso en las obligaciones de mi existencia: que la rutina me tiene atado; que llegar a fin de mes, que estudiar y vivir solo cuesta vida. ¡Todos nos aburguesamos al final, viste!
Me causa gracia. Me acuerdo de vos y me río solo, y es ahí cuando mi vieja se da vuelta y me mira con cara inquisidora, siempre buscando el porqué de mis muecas involuntarias. Me río porque nunca había visto tanto amor por la naturaleza, tanto desapego por lo material y lo humano como en vos. No había tribulaciones en tu andanza. Ibas y venias, descalzo entre las ramas, sutil entre las hojas, sin más brújula que tus bigotes y más escafandra que la de tu pelaje gris. Te veía pasar de noche, corriendo en la cornisa como un acróbata de alturas cercanas. Veía la velocidad en que tus cuatro patas recorrían la finitud del cable de cobre, desde donde caía tu larga cola inquieta.
Vos ni me mirabas, ni te dabas cuenta de que te estaba mirando desde el banco de plaza del frente de la pensión. A veces me ponía a tocar la guitarra en el banco como llamándote, mirando hacia el cable para ver si aparecías.
Es que siempre te miraba pasar, pero nunca me animé a detenerte y a decirte esto que,
como un cobarde, ahora te escribo. Y ahora ya es tarde, como siempre. Demasiado tarde me doy cuenta de las cosas que tendría que haber dicho pronto.
Mejor me despido.
No pienso volver a ese banco de plaza. Aunque, aún hoy, me cause gracia y mi vieja no entienda el porqué.